
Entre sus piezas aparece “La Danza del Cuélebre”. No es una canción convencional. Es un tejido de música instrumental con aire asturiano, cargado de gaitas y resonancias arcaicas, que no necesita palabras para invocar el eco de la mitología. El cuélebre: esa serpiente alada que habita los relatos del norte, mitad dragón, mitad misterio, guardián de cuevas y ríos. Cuando esta pieza vio la luz, no encabezó listas ni ocupó rankings comerciales. Su impacto fue más íntimo, más profundo. Era la reivindicación de un folclore vivo, transformado en arte contemporáneo.
Esta composición está inspirada en la leyenda del cuélebre asturiano, una criatura que habitaba en una cueva de los acantilados, junto a la isla de la Tortuga y la colina del Cuervo, y que durante años fue el azote de los pescadores de Gijón
El cuélebre es descrito como un ser con escamas de pez, capaz de vivir en el río… y al mismo tiempo, como un gaitero que sostiene espejos que distorsionan la realidad.
“Lo grande puede ser pequeño, lo pequeño puede ser grande.”
Ese primer fragmento nos habla de la distorsión de lo conocido. Como si la criatura fuese un espejo deformante de lo humano. Como si nos recordara que todo lo que creemos sólido puede invertirse, romperse, volverse otro.
Otro momento de la letra nos dice que el cuélebre habla en inglés… pero que aprende a hablar al revés para que no lo entiendan.
Es una imagen poderosa. El monstruo que juega con la incomunicación, que enreda las palabras, que convierte la claridad en sombra. Una metáfora de los tiempos donde el diálogo parece imposible, donde lo que se quiere decir se convierte en un lenguaje extraño, incomprensible.
Y un tercer fragmento nos lo muestra como travestí. Capaz de ladrar como un perro, nadar como un pez, o volar como un cuervo.
Ahí emerge el tema de la transformación. La identidad que no se fija en un solo rostro. La criatura que se desliza entre formas como si nada pudiera encadenarla. Y en esa fluidez late una celebración de lo diverso, de lo que se niega a obedecer reglas estrictas. Pero no todo en el cuélebre es fascinación. Hay versos que nos recuerdan su lado oscuro.
“La piel del revés.”
Una imagen brutal. El monstruo como una herida abierta, como si mostrara lo que debería permanecer oculto. Ese detalle basta para que el oyente imagine el espanto de los niños que lo ven, la mezcla de horror y curiosidad.
Otro pasaje sugiere que este ser no solo es temido, sino también observado con cierta valentía. Quien lo enfrenta, en realidad, se enfrenta al misterio de lo desconocido. Y quizá por eso, más que un enemigo, el cuélebre funciona como espejo del alma.
Un tercer fragmento nos recuerda que la danza no es un simple baile. Es un rito. El monstruo se mueve, gira, enreda. La música se convierte en su respiración. Y en ese ritmo se transmite la sensación de que lo mítico no está muerto, sino latiendo todavía bajo nuestra tierra.
La danza del monstruo es también la que llevamos dentro todos. La del miedo y la fascinación. La de lo que nos aterra y, a la vez, nos atrae. Quizás esa sea la vigencia eterna de esta música: recordarnos que en lo extraño también hay belleza, que en lo oscuro también late la verdad. Y al final, cuando las gaitas callan y solo queda el eco, sentimos que el cuélebre sigue ahí, escondido bajo el río, esperando a que alguien vuelva a nombrarlo. Porque, al fin y al cabo… lo desconocido nunca desaparece. Solo aguarda en silencio.
Tema musical incluido en el #expediente 111, del 03.10.2025
Recopilación
El PELADO Investiga
# EXPEDIENTE 111