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En este segundo capítulo nos enfrentamos a la cruzada espiritual de Reagan: el fundamentalismo convertido en proyecto de poder geopolítico, y cómo el llamado “Proyecto Megido” articuló fuerzas religiosas, militares e ideológicas con el fin de moldear el orden mundial desde una visión apocalíptica.
Megido no es una metáfora. Es un sitio arqueológico real en Israel, conocido como el lugar bíblico del Armagedón. Pero también fue el nombre en clave de un programa ultra secreto del FBI en los años ‘90, basado en un temor concreto: que milicias cristianas radicalizadas intentaran acelerar el Fin de los Tiempos provocando una guerra total. Lo que pocos saben es que esa idea no surgió en la década del ‘90: se sembró mucho antes, en el corazón mismo del gobierno de Reagan.
Durante su presidencia, surgieron redes que no solo creían en el Apocalipsis, sino que deseaban forzarlo. Funcionarios del Pentágono, la CIA, la NSA y el Departamento de Estado comenzaron a reunirse informalmente con predicadores evangélicos y líderes sionistas con una agenda en común: alinear la política exterior estadounidense con las profecías del Libro de Ezequiel.
En ese marco, se comenzó a hablar en voz baja del “proyecto Megido”: una articulación de intereses entre militares, empresarios, fanáticos religiosos y estrategas políticos con un solo objetivo: provocar un conflicto global en Medio Oriente que, desde su visión, forzaría la segunda venida de Cristo. Esta locura fue alimentada por la doctrina del "dominionismo", una teología extremista según la cual los verdaderos creyentes deben tomar el control de todas las instituciones —Estado, medios, economía— para establecer el Reino de Dios en la Tierra.
Y mientras tanto, el complejo militar-industrial encontró en esta narrativa una excusa perfecta: si la guerra es voluntad divina, entonces no solo es justificable, sino deseable.
Pero hay más. En los años ‘80, el Instituto para la Paz en Jerusalén —una fachada de grupos evangélicos estadounidenses— financió estudios para identificar los puntos geográficos más simbólicos del Apocalipsis. Se habló incluso de construir un centro de mando espiritual cerca de Megido, en Israel, desde donde se dirigiría la batalla final contra el Anticristo. No era una película: era un plan.
Mientras tanto, en Estados Unidos se creaban centros de entrenamiento paramilitar para milicias cristianas convencidas de que el gobierno federal estaba poseído por fuerzas demoníacas. Esas milicias formarían parte años más tarde del caldo de cultivo del atentado de Oklahoma City en 1995.
Pero volvamos a los años de Reagan. En 1981, pocos días después de asumir, organizó una reunión privada con líderes evangélicos para discutir el rol de Israel en los tiempos finales. Uno de los asistentes fue Hal Lindsey, autor de “La Agonía del Gran Planeta Tierra”, un best-seller apocalíptico que vendió más de 15 millones de copias. El autor, decía que la Unión Soviética era “Gog y Magog”, los enemigos definitivos de Israel según Ezequiel, y que la guerra nuclear era inevitable y santa.
Esta idea fue internalizada por el ala dura del gobierno, que diseñó la llamada “Estrategia Samson”: si Israel estaba al borde de la destrucción, debía desatar una guerra nuclear que arrastrara a todo el planeta. La administración Reagan no solo no la rechazó: la contempló como escenario.
Por eso, el “proyecto Megido” no fue solo una obsesión religiosa. Fue también una herramienta de control, una forma de ordenar el mundo a partir del miedo y la esperanza mesiánica. La idea de un caos necesario para que surja un nuevo orden no es nueva, pero bajo Reagan, esa idea se volvió doctrina de Estado.
En el próximo episodio, en su tercera parte, exploraremos cómo el cine, los medios y la industria del entretenimiento al servicio del miedo moldearon el sentido común de millones, legitimando guerras santas y preparando a las audiencias para aceptar el Apocalipsis como un espectáculo inevitable.
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