
Hay entidades que no buscan adoración, sino humillación. Espíritus que no exigen sacrificios, sino desprecio. Su nombre casi se ha extinguido de los tratados demonológicos, como si su sola mención atrajera el eco de una antigua vergüenza. Se los conoce, apenas, como “Golletos”. Y su presencia ha sobrevivido más en los susurros de los alquimistas que en las páginas de los grimorios.
En los textos marginales del ocultismo medieval, aparecen descritos como “entidades serviciales” ligadas a la hechicería doméstica, los laboratorios secretos y las noches húmedas donde la ciencia y la superstición aún no habían aprendido a separarse. No poseen gloria ni jerarquía. Son criaturas que se complacen en la abyección. Su deleite, según los antiguos, consiste en “ser humillados”, en recibir órdenes, en obedecer sin límite alguno.
Algunos registros insinúan que su naturaleza no proviene del infierno, sino de un plano intermedio donde los conceptos de culpa y deseo se confunden. Allí, el dolor se convierte en plegaria, y la servidumbre en una forma de éxtasis. Serían entonces los residuos espirituales de aquellas almas que, en vida, confundieron la penitencia con la salvación. Espíritus que hallaron placer en el castigo, y que al morir no supieron distinguir el arrepentimiento del goce.
Los demonólogos más antiguos evitaban escribir sus nombres. Sabían que, al hacerlo, se invocaba su atención. Sin embargo, en un manuscrito atribuido a un clérigo excomulgado en el siglo XV se menciona un patrón constante: “los Golletos siempre buscan ser usados”. Se ofrecen a los brujos, a los alquimistas, a cualquiera que los llame, pero su servicio tiene una condición que ningún humano comprende del todo: no deben ser recompensados.
Recompensarlos, es romper su ciclo de placer y dolor. Es devolverle una dignidad que no desea. Y al hacerlo, según se cuenta, el espíritu pierde su forma sumisa y se transforma en algo más denso, algo que roza lo humano, pero sin alma. Hay informes de objetos que comienzan a temblar solos, herramientas que gimen en la oscuridad, laboratorios donde los frascos exhalan un aliento caliente, casi humano. Se dice que esos son los rastros de un Golleto traicionado por la gratitud.
La mayoría de los investigadores de demonología comparan su comportamiento con el del “Zorneo”, una entidad asociada a la perversión ritual. Se cree que ambos comparten origen, pero difieren en propósito. Mientras, este último, representa la dominación, el poder de someter y degradar, los Golletos encarnan el reverso exacto: el placer de ser sometidos. Son el reflejo oscuro de la obediencia, la exaltación del castigo.
En términos psicológicos, algunos autores modernos los han interpretado como proyecciones del inconsciente colectivo, símbolos de la necesidad humana de ser dominada por fuerzas superiores. Un eco del deseo de rendición, del alivio que produce entregar la voluntad. Desde esta perspectiva, no serían seres reales, sino una metáfora arcaica del masoquismo espiritual, una forma de devoción que se vuelve autodestructiva.
Pero hay otros que no piensan así. Los testimonios recogidos en monasterios del norte europeo describen apariciones inquietantes: luces que se arrastran como animales enfermos, voces que suplican por trabajo, sombras que piden ser enviadas a limpiar, a mezclar, a servir. En uno de esos registros se lee una frase que hiela la sangre: “Ellos se ofrecen a cambio de nada, porque su pago es la humillación”.
Las brujas los habrían invocado no por necesidad, sino por costumbre. Los Golletos facilitaban tareas menores: preparar ungüentos, recoger hierbas, mantener el fuego vivo. Lo hacían con celo casi humano, como si en cada tarea buscaran su propia condena. Sin embargo, cuando alguno de sus amos intentaba mostrar gratitud, desaparecían con un siseo áspero, dejando tras de sí el olor a hierro y a carne quemada.
Quizás nunca fueron demonios, sino “una representación del alma cuando renuncia a sí misma”. Un espejo del deseo de ser dominado, del impulso de entregar el control a cambio de un sentido. En ese reflejo, los Golletos siguen existiendo: no como seres del infierno, sino como la más antigua de nuestras inclinaciones. La necesidad de obedecer, aunque sepamos que esa obediencia nos consume.
Recopilación
El PELADO Investiga
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