ESCUCHA EL #EXPEDIENTE Nº 123 | 26.12.2025

EL ERROR QUE CREÓ AL DIABLO (Parte 1)


Hablar de Dios resulta sencillo. En casi todas las tradiciones, la divinidad se manifiesta con claridad, se nombra a sí misma como origen del mundo y entrega un conjunto de normas destinadas a ordenar la vida humana. Dios se presenta, dicta reglas y exige obediencia. Con los demonios, en cambio, ocurre algo muy distinto. Su origen es confuso, fragmentado, lleno de contradicciones y zonas grises. Nadie recuerda con precisión cuándo aparecieron ni quién los nombró por primera vez. Y tal vez esa sea la clave de su existencia.

La pregunta no es qué son los demonios, sino cómo llegamos a saber lo que creemos saber sobre ellos. No a través de tratados tardíos que los clasifican como si fueran nobles o militares, con rangos, jerarquías y legiones. Esa organización resulta más un reflejo del orden humano que una verdad sobrenatural. El conocimiento sobre los demonios parece haber surgido de manera mucho más azarosa, incluso accidental.

En algún momento remoto, cuando la mente humana comenzó a organizar el mundo mediante símbolos y relatos, también empezó a producir entidades ambiguas. Figuras que no encajaban del todo en lo luminoso ni en lo oscuro. Sus nombres y rasgos estuvieron condicionados por el entorno, el clima, la política, la lengua y, en ocasiones, por simples errores de transmisión oral. Un cambio mínimo en un sonido o una letra podía dar origen a un ser completamente nuevo.

Existen ejemplos antiguos donde una deidad surge por una variación mínima del lenguaje. Una figura venerada, al perder una sílaba o alterarse su nombre por razones poéticas o rituales, se fragmenta. Una parte conserva su lugar sagrado y la otra queda desplazada. Esa versión incompleta, esa sombra lingüística, termina ocupando el espacio del mal. No porque haya sido concebida así, sino porque ya no había lugar para ella entre los dioses reconocidos.

Este mecanismo se repite en distintas culturas. Muchos demonios nacen cuando el sistema religioso ya está saturado y no admite nuevas deidades. Entonces, aquello que no puede integrarse es relegado. Lo que no encaja se convierte en enemigo. Así, una figura surgida de un error o de una licencia narrativa acaba transformándose en una amenaza cósmica.




Incluso la palabra demonio es fruto de un desliz histórico. En su origen no designaba a un ser maligno, sino a una entidad intermedia, un mensajero entre lo humano y lo divino. Durante siglos, estos seres fueron considerados protectores, guías invisibles o fuerzas inspiradoras. No había en ellos una carga moral negativa. Eran parte del orden del mundo, no su corrupción.

El deterioro vino después. A medida que las religiones comenzaron a dividir la realidad entre bien absoluto y mal absoluto, estas figuras intermedias resultaron incómodas. Ya no había espacio para lo ambiguo. Aquello que no era completamente bueno debía ser considerado peligroso. Así comenzó el descenso. Lo que antes era mediador pasó a ser sospechoso. Luego enemigo. Finalmente, monstruo.

Este proceso no siempre fue gradual. En algunos casos, el cambio fue brutal. Palabras que significaban dios o fuerza vital en ciertas lenguas terminaron designando criaturas aterradoras en otras. Espíritus protectores se transformaron en amenazas nocturnas. La mutación fue tan radical que, siglos después, resultaría imposible imaginar que esas figuras alguna vez fueron veneradas.

Sin embargo, los nombres conservan memoria. Muchos demonios aún cargan etimologías que hablan de luz, prosperidad, fuerza o protección. Esta contradicción obligó a las religiones posteriores a crear explicaciones complejas. La idea de la caída, por ejemplo, sirve para justificar cómo un ser con nombre noble puede realizar acciones abominables. La narrativa del ángel caído funciona como un parche teológico para resolver un problema previo: el lenguaje no olvida tan fácilmente.

También los elementos naturales jugaron un papel decisivo. El fuego, hoy asociado al castigo y al infierno, fue durante milenios símbolo de lo sagrado. La luz que disipa la noche, el calor que protege, la llama que conecta con lo divino. No es casual que muchas figuras demonizadas conserven vínculos con el fuego, las estrellas o el cielo. Fueron sagradas antes de ser condenadas.

La transformación de los dioses en demonios no responde a una conspiración consciente, sino a una acumulación de accidentes culturales, errores de traducción, desplazamientos religiosos y necesidades morales. Cuando una nueva cosmovisión se impone, no elimina lo anterior: lo degrada. Y en ese proceso, nacen los demonios.

Recopilación
El PELADO Investiga
# EXPEDIENTE 123

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