
El olfato también puede advertirnos de lo que no pertenece. No se trata de perfumes o esencias rituales. Es el olor espeso de la descomposición, el que nace del encierro, del abandono, del moho. Ese hedor puede parecer insignificante, pero según ciertos textos antiguos, es idéntico al que emanan algunas entidades del bajo astral. Los libros antiguos, en especial aquellos que tratan temas ocultos, si son almacenados sin cuidado, comienzan a liberar ese aroma inconfundible: húmedo, terroso, casi pútrido. No es casualidad. Muchos de esos textos cargan siglos de historia, de invocaciones, de nombres que nunca deberían haberse pronunciado. El papel conserva más que palabras. Y cuando se acumula ese olor, no estás solo oliendo humedad. Estás respirando una señal. Una advertencia que, si no escuchás, podría convertirse en algo más.
La muerte deja huellas. No solo en quienes la lloran, sino en los lugares donde ocurre. Y hay ciertos tipos de muerte que marcan profundamente: las violentas, las inesperadas, las cargadas de oscuridad. En esos casos, la energía que queda no se disuelve fácilmente. Según los antiguos demonólogos, esa carga puede atraer entidades que se alimentan del dolor, del trauma, del eco que persiste. Pero no basta con cerrar la puerta de la habitación donde todo ocurrió. Se recomienda quemar o regalar las ropas del fallecido, deshacerse de sus objetos más cercanos, incluso ventilar los espacios por semanas. Porque donde la muerte dejó un rastro, algo más puede seguirlo. Y si ese algo entra, no lo hará con gritos ni apariciones. Se instalará en el silencio. En lo cotidiano. Y cuando lo notes… ya va a ser tarde.
Recopilación
El PELADO Investiga
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