
Desde hace siglos se ha hablado de ungüentos capaces de transformar a un ser humano en una bestia. Estas creencias se volvieron populares durante los juicios por brujería, donde ciertos acusados afirmaban utilizar pociones mágicas que les permitían convertirse en lobos. Aunque no existen pruebas concluyentes de su efectividad, sí hay registros históricos que revelan su uso en rituales y confesiones obtenidas bajo tortura.
Una de las versiones más conocidas es la de las brujas que se untaban con substancias de olor repugnante para volar hasta reuniones nocturnas en bosques apartados. No todos estos preparados servían para deambularan por el aire por la noche. Algunos eran aplicados con el propósito de provocar una metamorfosis. Según testimonios recopilados por la Inquisición, ciertas mezclas aplicadas en la piel durante la noche podían despertar el instinto animal y desatar la transformación.
No se conservan fórmulas completas de estas pócimas, pero es común encontrar coincidencias sobre su procedencia. Quienes las utilizaban aseguraban que no eran de fabricación propia, sino que provenían de una figura enigmática conocida como el “Hombre Negro del Bosque”, una entidad que representaba la maldad pura y solía ser asociada con el diablo o alguno de sus sirvientes.
Entre los casos más escandalosos se encuentra el de tres mujeres acusadas en una aldea del norte europeo, quienes declararon haber recibido del Hombre Negro una receta macabra. Según ellas, para fabricar el ungüento era necesario cocer el cuerpo de un hombre religioso, dejando intacta la mano con la que hacía la señal de la cruz. Esta carne debía mezclarse con grasa de cerdo y con el fluido de un ahorcado. El resultado era una sustancia fétida que, untada sobre la piel, provocaba la transformación.
Algunos estudiosos del comportamiento mágico creen que estas mezclas contenían alucinógenos potentes. Ingredientes como la belladona, el beleño o el acónito inducen estados de trance tan intensos que podían hacer sentir al individuo como si estuviera volando, o incluso como si se hubiese convertido en un animal. Los efectos eran similares a los que experimentaban los antiguos guerreros del norte, que entraban en un frenesí salvaje tras consumir hongos o brebajes especiales.
Un médico de la época, cuyo nombre se perdió con el tiempo, aseguraba que la transformación no era física, sino interna. Según él, el ser humano no se convertía literalmente en un lobo, sino que su parte salvaje tomaba el control. Era un retroceso hacia lo primitivo, hacia el impulso animal que todos llevamos dentro. El cuerpo no cambiaba, pero la mente abandonaba toda lógica humana.
Otro investigador de aquel tiempo, más escéptico, pero igualmente fascinado, aseguraba que sí se producían cambios físicos reales, aunque transitorios. Según sus registros, los afectados sufrían una especie de trance en el que su percepción del mundo se distorsionaba completamente. Al despertar, no recordaban lo ocurrido, pero describían haber vagado como bestias por campos y bosques.
A mediados del siglo pasado, un investigador alemán recreó algunas de estas fórmulas en condiciones controladas. Varios voluntarios fueron expuestos al ungüento, y todos cayeron en un profundo trance durante más de veinte horas. Al despertar, relataron visiones aterradoras. Aseguraban haber participado en rituales extraños, haber volado, y haber sentido que algo inhumano intentaba tomar el control de su cuerpo. Pero ninguno, claro está, se convirtió físicamente en lobo.
Parece que el "Hombre Negro del Bosque", al menos en estos experimentos modernos, prefirió mantenerse al margen.
Recopilación
El PELADO Investiga
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