
Charles Manson no fue solo un criminal. Tampoco fue solo un nombre en los titulares más oscuros de finales de los años 60. Para muchos, se convirtió en una figura que desestabilizó la cultura estadounidense, un símbolo de caos y desesperanza que marcó el final abrupto de una era. Medio siglo después, su sombra sigue arrastrándose por el imaginario colectivo, generando una mezcla de repulsión y fascinación que, lejos de apagarse, se alimenta con cada nuevo documental, con cada línea escrita, con cada imagen compartida.
Pero, ¿qué es lo que realmente nos atrae de Manson? Tal vez no sea él, sino lo que representa. Un espejo que devuelve la imagen más cruda de una sociedad que se creía moralmente elevada, libre, justa... hasta que un grupo de jóvenes, bajo su influencia, desató una violencia inexplicable.
Para entenderlo, hay que retroceder a los años 60. Un tiempo en que la contracultura ganaba fuerza, las comunas florecían y el rechazo al sistema era una bandera compartida por muchos jóvenes. Manson, un personaje insignificante hasta entonces, supo leer el clima emocional de su tiempo. Con una mezcla de discursos pseudorreligiosos, referencias apocalípticas y un carisma turbio, reunió a un pequeño grupo de seguidores que lo veían como una especie de guía espiritual.
Se establecieron en un rancho apartado, desconectados del mundo urbano, pero perfectamente sintonizados con una visión paranoica del futuro. Allí se gestó lo que luego sería conocido como “La Familia”, el grupo responsable de una serie de asesinatos cuyo impacto mediático aún resuena.
Lo irónico es que Manson no estuvo presente en la escena de los crímenes. No empuñó un arma ni apuñaló a nadie. Pero su influencia fue tan absoluta sobre sus seguidores, que su responsabilidad quedó fuera de toda duda. No necesitó dar una orden explícita. Bastó con instalar una idea y dejar que germinara.
Muchos se han preguntado cómo fue posible que alguien así lograra manipular a personas hasta ese punto. La respuesta no está solo en él, sino en el entorno. En las drogas que fluían libremente, en el desencanto social, en las heridas abiertas por la guerra, la represión y la desigualdad. Manson ofrecía una narrativa simple y peligrosa: el mundo iba a colapsar, y ellos debían estar preparados. Para algunos, eso fue suficiente.
Condenado en 1971, su sentencia de muerte fue conmutada a cadena perpetua. Murió en prisión en 2017, a los 83 años. Pero su imagen, su voz y sus frases, muchas veces sin sentido aparente, nunca desaparecieron del todo. Hay quienes lo recuerdan como un lunático manipulador. Otros, como una especie de anticristo cultural, cuyo legado sigue alimentando debates incómodos.
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