
Reír es algo que hacemos casi sin pensarlo. Surge de forma espontánea, a veces en momentos inesperados, y nos deja con una sensación agradable y ligera. Pero ¿por qué reímos? Esa pregunta, aunque parezca simple, ha intrigado durante años a científicos y psicólogos.
Durante mucho tiempo, la psicología se centró más en el dolor que en el placer. Ansiedad, tristeza, estrés y depresión fueron objeto de estudio para encontrar soluciones a esos estados. Sin embargo, las emociones positivas como la alegría o el humor fueron vistas solo como efectos deseables, no como fenómenos que también merecían ser entendidos. Por suerte, eso ha empezado a cambiar.
Hoy sabemos que la risa tiene un impacto profundo en nuestra salud física y emocional. Reír activa el sistema inmune, reduce los niveles de estrés, mejora la oxigenación del cuerpo y eleva el umbral del dolor. Incluso hay estudios que asocian la risa frecuente con una menor probabilidad de sufrir enfermedades cardiovasculares. No reemplaza una maratón, pero sí es un ejercicio beneficioso para el cuerpo.
Desde el punto de vista social, la risa tiene un papel fundamental. Nos conecta con los demás. Cuando reímos con alguien, estamos diciendo sin palabras que nos sentimos cómodos, que compartimos un momento agradable. Por eso es tan poderosa en la creación y el fortalecimiento de vínculos afectivos. Además, es contagiosa. Basta con ver a alguien riendo para que nuestro propio cuerpo se sienta tentado a imitarlo.
Esa capacidad de contagio se explica gracias a las neuronas espejo, que permiten replicar los gestos y comportamientos que observamos. Así como sucede con los bostezos, la risa tiende a propagarse en un grupo, generando sincronía y armonía entre quienes la comparten.
La risa también tiene una función evolutiva. En el reino animal, se ha observado en especies como chimpancés, bonobos, gorilas y zorros. En estos casos, actúa como una señal de que una acción no es agresiva. Por ejemplo, cuando juegan entre ellos y se muerden suavemente, la risa funciona como un “tranquilo, solo estamos jugando”.
En los seres humanos, la risa aparece desde muy temprano. A partir de las cinco semanas de vida, los bebés ya son capaces de reír, incluso si son sordos, ciegos o sordo ciego. Esto indica que no aprendemos a reír observando o escuchando, sino que es algo innato, parte esencial de nuestra naturaleza.
Incluso en los textos sagrados se reconoce el poder de la risa. En el libro del Génesis, capítulo 21, versículo 6, nos dice: “Sara dijo: «Dios me ha dado motivo para reír, y todos los que se enteren reirán conmigo».” Este pasaje aparece luego de que Sara, ya en su vejez y tras años de infertilidad, da a luz a Isaac. Su nombre, precisamente, significa “el que ríe”. Esta risa no es de burla, sino de asombro y gozo ante lo inesperado. Es una manifestación profunda de felicidad. Refleja cómo la risa también puede ser un lenguaje espiritual, una expresión de gratitud ante lo que parece imposible.
En el cerebro, reír implica una compleja cadena de procesos. Todo comienza cuando algo rompe nuestras expectativas. Nuestro cerebro tiende a anticipar lo que va a ocurrir. Si una situación no encaja con esa lógica, se genera una incongruencia. Esa sorpresa es lo que da origen a la risa, como cuando escuchamos un chiste que nos descoloca con su final inesperado.
Este tipo de incongruencia se procesa en regiones específicas del cerebro, como la unión temporoparietal y la zona prefrontal dorso lateral. Luego, se activa el circuito de recompensa, el mismo que participa cuando comemos algo que nos gusta o estamos con alguien que nos hace sentir bien. Se libera dopamina, y sentimos placer.
Es importante señalar que risa y humor no son lo mismo. El humor es más subjetivo. Lo que a uno le hace gracia, a otro puede resultarle indiferente o incluso molesto. El sentido del humor está influido por factores como la edad, la cultura, la experiencia personal y hasta el género. Por ejemplo, estudios han demostrado que las mujeres tienden a reír más y a disfrutar más del humor, activando áreas del cerebro relacionadas con el lenguaje y la memoria a corto plazo.
Por otro lado, no toda risa es saludable. Existen risas que surgen en contextos de ansiedad, miedo o incomodidad. También hay casos clínicos donde la risa aparece sin razón aparente, de forma repetitiva y fuera de lugar. Esto se conoce como risa patológica. Se presenta en enfermedades como la esquizofrenia, la epilepsia, ciertos tipos de demencia, la esclerosis múltiple, el Parkinson o tras lesiones neurológicas graves.
En estos casos, la risa no es un síntoma de bienestar, sino una señal de que algo no está funcionando correctamente en el cerebro. Puede alternarse incluso con el llanto y aparecer de forma involuntaria, lo que requiere atención médica o psicológica urgente.
A pesar de estas excepciones, lo cierto es que reír sigue siendo una de las expresiones más puras de bienestar. No solo mejora nuestra salud física y emocional, sino que nos conecta con los demás, suaviza los conflictos y alivia la carga de los días difíciles. Aunque aún queden muchas preguntas por resolver, algo está claro: reír, de verdad, nos hace bien.
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