
Al anochecer, un joven viajero llega a una ciudad en el corazón de los Montes del Este. Al día siguiente, sube a una carreta rumbo a un paso montañoso que lo llevará directo a su destino: el castillo de un noble misterioso. En el camino, mientras el cielo se vuelve gris y los lobos comienzan a aullar, los demás pasajeros muestran señales de temor. Se santiguan, murmuran plegarias, y apresuran al conductor. Algo se avecina.
Ya en el paso, el cochero que lo había traído parece aliviado al no ver a nadie esperando. Se ofrece a llevarlo de regreso al pueblo. Pero entonces ocurre algo extraño: una calesa oscura emerge de la niebla. El conductor, alto, con una capa y sombrero que le ocultan el rostro, afirma que ha sido enviado por el dueño del castillo. Sin decir más, toma el equipaje del viajero con una fuerza descomunal, lo ayuda a subir y parte en dirección a las montañas.
El trayecto se vuelve cada vez más irreal. Todo parece repetirse: los mismos árboles, los mismos senderos, los mismos sonidos. En ese estado de trance, el joven noto algo peculiar. A la distancia, hay pequeñas llamas azules flotando sobre la tierra. El cochero detiene la marcha, baja, inspecciona el lugar, marca algo en el suelo, y regresa sin decir palabra.
Esto ocurre varias veces. Pero hay un momento clave: mientras el cochero se agacha junto a una de esas llamas, el viajero cree ver su figura tornarse translúcida. Como si la luz pasara a través de él. El aire se vuelve más denso. El aullido de los lobos se intensifica. Y, sin embargo, cada vez que el misterioso conductor levanta sus brazos, las bestias retroceden como obedeciendo una orden silenciosa.
Cuando finalmente llegan al castillo, el joven es recibido por el noble anfitrión. Alto, de mirada penetrante, piel pálida y labios rojos. El detalle no escapa al viajero: los ojos del noble son idénticos a los del cochero. Pero hay algo más. Las primeras palabras del dueño del castillo revelan un conocimiento exacto del itinerario, como si hubiera estado allí. Como si lo supiera todo.
El joven asume que el castillo no tiene sirvientes, que todo lo maneja el dueño. Pero esto no es del todo cierto. Hay figuras que se encargan de transportar objetos, baúles y cajas llenas de tierra. No son criados comunes. Son más bien asistentes en sus planes de expansión.
Lo curioso es que, a pesar de las señales, el viajero no reconoce que su guía en la carreta fue el mismo hombre que ahora lo recibe. Tal vez porque el rostro iba parcialmente cubierto. Tal vez porque su mente se niega a aceptar lo imposible.
En la región, se dice que esas llamas azules aparecen sólo una noche al año, marcando el lugar donde yacen tesoros ocultos. Pero también se cree que seguir esas luces trae la muerte. Para el extraño cochero, sin embargo, no representan amenaza alguna. Se mueve entre ellas como si fueran viejas conocidas. Las marcas, las reconoce. ¿Acaso son reservas secretas de riqueza? ¿O esconden otra clase de poder enterrado?
La escena recuerda a antiguas leyendas donde seres sobrenaturales guían a los vivos a través de territorios cargados de magia. Este conductor parece más que un sirviente. Parece parte de la misma oscuridad que reina en los alrededores.
Durante el trayecto, uno de los pasajeros del primer carro susurra una frase que hiela la sangre: “los muertos viajan deprisa”. El cochero escucha y sonríe. Una sonrisa fría, mecánica. Como si entendiera el verdadero sentido de esas palabras.
La referencia apunta a una historia donde una joven viaja con un hombre idéntico a su prometido muerto. En medio de la noche, la verdad sale a la luz: ha estado cabalgando con un espíritu. Un eco del pasado que regresa a cumplir un destino fatal.
El cochero también parece un eco. Un reflejo de alguien que ya no pertenece al mundo de los vivos. Su fuerza, su silencio, su control sobre las criaturas salvajes, todo indica que no es un hombre común. Pero si realmente es el dueño del castillo disfrazado, ¿por qué molestarse en conducir la calesa personalmente?
Quizás porque quiere ejercer control total. Quizás porque desea asegurarse de que el viajero llegue a su destino sin interferencias. O quizás, simplemente, porque en ese mundo donde la lógica se disuelve, las máscaras son una segunda piel.
El viaje en la calesa, con sus repeticiones, sus luces inexplicables y su atmósfera pesada, parece diseñado para desorientar. Para borrar la frontera entre el sueño y la vigilia. El joven, al no poder entender lo que ha visto, lo reduce a una alucinación. Pero hay detalles que no puede olvidar: los ojos, la sonrisa, la fuerza inhumana del conductor.
Ese trayecto no fue un simple traslado. Fue un umbral. Y quien lo cruzó, dejó atrás algo más que un camino.
Recopilación
El PELADO Investiga
# EXPEDIENTE 101