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Cuando pensamos en el amor medieval, lo que suele venirnos a la mente son imágenes románticas: caballeros valientes, damas nobles, castillos envueltos en niebla y serenatas nocturnas. Esta visión idealizada se debe en buena parte a la literatura de la época, como los cantares de gesta o las poesías cortesanas, que contaban historias de amores imposibles y devoción eterna. Detrás de esta postal romántica se escondía una realidad mucho más compleja.
Durante la Edad Media, el amor no era algo que se buscara por deseo o afinidad, sino que estaba profundamente regulado por las normas sociales, religiosas y familiares. La Iglesia Católica, jugó un papel central en este control, definiendo qué tipo de amor era puro y cuál era pecado. Para los clérigos, la pasión física —el eros griego— debía ser suprimida. Solo el amor espiritual, el que unía a los seres humanos con Dios, merecía elogios. Incluso dentro del matrimonio, el placer era mal visto.
Durante siglos se difundió la idea de que tener relaciones íntimas únicamente por deseo era un acto pecaminoso. El sexo solo era tolerado si tenía como objetivo la procreación. Según pensadores eclesiásticos como san Agustín o Cesáreo de Arlés, el buen cristiano debía evitar cualquier placer corporal. Se llegó al punto de establecer un calendario litúrgico que limitaba los días “aptos” para el contacto conyugal: nada de sexo en Cuaresma, Adviento, Pascua, ni los domingos, miércoles o viernes santos. En la práctica, eso dejaba menos de 60 días al año.
En este contexto, las decisiones matrimoniales estaban también en manos de otros. Los padres tenían la última palabra sobre con quién debían casarse sus hijos, aunque el castigo por desobediencia era distinto según el género. Mientras que el hijo varón podía ver validado su matrimonio incluso sin el consentimiento paterno, la hija no corría con la misma suerte. Si una mujer se casaba sin aprobación, podía perder su dote, ser repudiada o incluso condenada.
Pero el amor —ese que escapa a las reglas— también encontraba su lugar. Muchas jóvenes se veían obligadas a tomar decisiones extremas: huir con su pareja, casarse en secreto o incluso simular un rapto. Estas estrategias, aunque peligrosas, eran formas de burlar el sistema. En algunos casos funcionaban. En Flandes se registraron historias de mujeres que, invirtiendo los roles, raptaban a sus futuros esposos para poder casarse.
Mientras tanto, la Iglesia Católica (como siempre) intentaba imponer un nuevo modelo: el matrimonio canónico. Este requería la presencia de un sacerdote y el consentimiento explícito de ambos novios. Fue un avance importante, pero limitado, ya que la mayoría de las veces el poder de la familia seguía imponiéndose sobre el deseo individual.
A medida que avanzaba la Edad Media, también cambiaba la forma de relacionarse. El concubinato, especialmente en las clases bajas y entre nobles jóvenes, era una práctica común. Algunos nobles vivían con una mujer durante años, formaban una familia y luego, por motivos políticos, se casaban con otra más conveniente. A veces, incluso les asignaban una pensión a sus antiguas compañeras o reconocían a sus hijos.
Y mientras la institución eclesiástica buscaba imponer su doctrina, el pueblo llano encontraba su propia forma de vivir el amor, lejos de la solemnidad de los altares. En muchas ocasiones, lo que primaba no era la ley escrita, sino las costumbres locales, que resistían el peso de los mandatos religiosos.
En la próxima entrega continuaremos desenterrando las paradojas del deseo, el sexo, la prohibición de la Iglesia Católica, el poder y la espiritualidad en la Edad Media. Porque si algo nos enseña el pasado, es que el amor siempre busca caminos, incluso entre sombras, pecados, castigos y silencios.
Recopilación
El PELADO Investiga
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