
Antes de que Adán se encontrara con Lilith, y mucho antes del nacimiento de Eva, existe un relato poco conocido que habla de un encuentro prohibido y peligroso. Adán, el primer hombre, tuvo un vínculo inesperado con una criatura llamada Al, un ser de origen mítico cuyo poder y ferocidad se entrelazaban con la atracción más inesperada.
Al, era descrita en los relatos medievales como una mujer lobo, temible y voraz, con un apetito que rayaba en lo sobrenatural. Sus ojos ardían como brasas encendidas, sus dientes eran tan afilados como el hierro, y sus uñas oxidadas parecían garras destinadas a desgarrar cualquier carne que se interpusiera en su camino. Su cabello largo y oscuro era un refugio inquietante para pequeñas serpientes ciegas que se movían entre sus mechones, como símbolos de la oscuridad que la habitaba. A pesar de su apariencia aterradora, Al evitaba a los humanos en la medida de lo posible, y para anunciar su presencia, solía llevar un sombrero puntiagudo adornado con campanas y cascabeles, un aviso siniestro de su cercanía.
El territorio de Al no siempre reflejaba su peligro. Prefería rincones húmedos y sombríos, los establos abandonados y las zanjas ocultas a los costados de caminos solitarios. Allí acechaba, silenciosa, esperando la oportunidad de acercarse a su objetivo: mujeres embarazadas. Su forma de alimentarse era aterradora; en muchas historias, provocaba partos prematuros o incluso estrangulaba a sus víctimas. Similar a los changelings de los cuentos de hadas, Al se llevaba a los infantes de hasta siete meses para criarlos bajo las costumbres de los licántropos, transformándolos en seres ligados a su mundo oscuro.
Su origen podría rastrearse hasta la antigua Babilonia, donde un espíritu llamado Alu, un lobo negro malévolo, inspiraba temor entre los mortales. Con el tiempo, esta entidad evolucionó en la figura que los relatos medievales describen como Al. El odio que sentía hacia las mujeres embarazadas también tenía raíces en antiguas tradiciones cristianas. Antes de la llegada de Eva, Dios había entregado a Adán un espíritu de fuego como compañera temporal, destinada a ayudarlo a nombrar toda la creación. Este espíritu, Al, no estaba hecho de barro como Adán, sino de fuego, y la incompatibilidad entre ambos era inevitable. Cada contacto físico entre ellos se convertía en quemaduras y dolor, un amor que ardía literalmente en la piel del primer hombre.
Dios, viendo la imposibilidad de esta unión, expulsó a Al del Edén, a pesar de que ella lo amaba sinceramente. Su afecto se transformó en un odio intenso hacia todo lo que Adán apreciaba, especialmente hacia Eva y, por extensión, hacia todas las mujeres. Las leyendas medievales registran enfrentamientos entre Al y figuras sagradas, incluido San Pedro, quien trató de convencerla de abandonar sus hábitos. El intento resultó en un mordisco feroz que dejó su marca en la mano del santo, un recordatorio del poder desatado de la criatura.
Adán, por su parte, vivió experiencias extraordinarias antes de su vida con Eva, explorando la atracción y el peligro que representaban seres como Al. Su historia recuerda que la primera interacción del hombre con lo sobrenatural y lo salvaje precedió a cualquier relación humana convencional, y que incluso los héroes bíblicos tuvieron encuentros con lo imposible.
En los relatos tradicionales sobre criaturas como Al, se advierte sobre su vulnerabilidad: el acero es letal para estas entidades, al igual que la plata lo es para los lobos. Por ello, los textos medievales recomiendan que las mujeres embarazadas que sospechen de su cercanía mantengan una tijera de acero bajo la almohada, un escudo simbólico y práctico contra la amenaza que Al representaba. Su historia, entre la seducción y la violencia, mezcla amor y terror en un relato que permanece grabado en la memoria de los antiguos cuentos, un mito que desafía el tiempo y que muestra cómo incluso la criatura más peligrosa puede habitar la historia de los primeros hombres.
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El PELADO Investiga
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