ESCUCHA EL #EXPEDIENTE Nº 115 | 31.10.2025

NICOLÁS FLAMEL


Nació en 1330, en una ciudad que parecía olvidada por el tiempo. Hijo de una familia modesta, se convirtió en escribano, un hombre de letras, encargado de copiar documentos y contratos que no tenían importancia para nadie. Su vida era monótona, gris, hasta que un día su destino cambió de manera irrevocable.

Mientras revisaba pergaminos antiguos en su taller, Flamel encontró un libro que parecía estar vivo. Sus páginas eran ásperas, cubiertas de símbolos y figuras que se retorcían ante la mirada, imposibles de comprender. Era un grimorio, un tratado de alquimia que prometía transformar lo ordinario en divino, lo vil en oro, la muerte en eternidad.

Desde aquel instante, quedó atrapado en su obsesión. Día y noche estudiaba el libro, acompañado por su esposa. Pasaban horas descifrando símbolos que parecían cambiar de forma con cada mirada. Los vecinos murmuraban que ambos estaban poseídos, que la locura rondaba sus vidas. Dos décadas transcurrieron, y el misterio seguía intacto. Entonces, desesperado, tomó una decisión que sería recordada por siglos: emprendió una peregrinación.

No era un viaje cualquiera. Decía recorrer un camino sagrado, pero su peregrinación era un descenso hacia lo prohibido. Se adentró en caminos polvorientos y mares inciertos, siguiendo lo que más tarde él mismo reconocería como la VÍA SECA y la VÍA HÚMEDA: rutas simbólicas de transformación interna. Durante ese trayecto conoció a un maestro que le enseñó la clave para interpretar los símbolos del grimorio. Nadie sabe si aquel hombre era humano o espíritu, pero cuando expiró, Flamel regresó a su ciudad con un conocimiento que cambiaría el mundo.

Al volver, se encerró con su esposa en su taller. Preparó metales y fuego, mezcló sustancias que olían a azufre y a misterio. La llama del crisol rugió como un corazón de demonio. Y entonces, ocurrió lo imposible: el metal ordinario se transformó primero en plata, luego en oro, había logrado la transmutación.

La riqueza llegó, pero Nicolás no se dejó corromper. Restauró iglesias, fundó hospitales y repartió generosamente entre los pobres. Sin embargo, su verdadera obsesión no era el oro. Era la inmortalidad, y el tiempo parecía confabular con él. Años pasaban, y Flamel no envejecía. Su esposa, compartía el mismo destino. La ciudad empezó a murmurar que habían vencido a la muerte.

Cuando se anunció su muerte en 1418, nadie lo creyó realmente. Se dice que fueron enterrados juntos, pero sus tumbas permanecen vacías hasta hoy. Ni huesos, ni cenizas, solo un hueco frío y un silencio que hiela la sangre. Algunos afirmaban que nunca murió, que había alcanzado el rango de Adepto Inmortal, y que seguía caminando entre los hombres, disfrazado bajo otros nombres, siempre vigilante.

El misterio se multiplicó con los años. Algunos lo vincularon con un alquimista enigmático del siglo XX, otros aseguraban que sus símbolos grabados en iglesias y cementerios eran un lenguaje secreto de la eternidad. Quien se atreve a observar esos signos demasiado tiempo, juran, siente que lo miran desde otra dimensión, y en sueños se ven arrastrados a hornos de fuego y metales fundidos, testigos de la transformación de la vida en algo aterrador.

La biografía de Flamel se convirtió en frontera entre mito y realidad. Fue escribano, alquimista, peregrino, benefactor. Pero también fue espectro y enigma. Caminó por ciudades que cambiaban, vio morir civilizaciones, mientras él permanecía inmutable. Su inmortalidad, si es que realmente existió, se convirtió en un castigo: sobrevivir a todos, cargar con los secretos del universo y conocer la verdadera naturaleza de la muerte y el fuego que transforma todo.

Recopilación
El PELADO Investiga
# EXPEDIENTE 109

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