
Se dice que todo comenzó con una promesa sellada bajo la luz temblorosa de las velas. Una promesa que uniría el destino de una reina, un navegante y un hombre de sombras que pondría su fortuna —y quizás su alma— al servicio de un sueño imposible.
El aire en el palacio pesaba con la tensión de lo prohibido. Isabel, la soberana de mirada ardiente, esperaba a solas. Había mandado llamar a Cristóbal Colón. El navegante llegó con la desesperación pintada en el rostro. Sus manos temblaban, no de miedo, sino de hambre: hambre de gloria, de mares sin nombre, de horizontes donde el cielo y la locura se confunden.
Ella lo escuchó en silencio. Sus ojos parecían atravesar la carne, buscando en el interior del hombre si había fuego o simple necedad. Colón le habló de rutas hacia el este, de reinos bañados en oro, de tierras donde los ríos cantaban promesas de eternidad. Y cuando calló, solo se oía el sonido del viento golpeando las vidrieras, como si el mundo esperara su respuesta.
Isabel sonrió apenas. Su voz fue un murmullo que heló la sangre del almirante.
“Tienes el millón de maravedís.”
Colón levantó la cabeza, incrédulo. La reina había empeñado sus joyas. O al menos, eso decían. En realidad, el oro provenía de otro sitio, de manos menos santas. De un hombre que sabía que cada trato con el poder tiene su precio. Luis de Santángel, protector de la corte y dueño de una fortuna que olía a incienso y a pecado.
Dicen que cuando entregó el dinero, la habitación se volvió más fría. Que una sombra pasó por detrás de Isabel, y que, durante un instante, ni ella ni Colón se atrevieron a respirar. Santángel firmó el documento con una sonrisa tenue. “No es solo dinero lo que doy, Majestad. Es destino.”
Pero el destino, como el mar, nunca devuelve lo que toma.
La historia oficial contaría que fue la fe de Isabel, su pureza y su espíritu divino, lo que permitió aquel viaje. Que la reina empeñó sus joyas, movida por la inspiración celestial. Pero los que estaban allí sabían otra cosa. Sabían que aquella decisión se tomó entre murmullos, con el peso de los pecados de un reino sobre los hombros. Sabían que el dinero de Santángel llevaba consigo una mancha, una deuda que ningún océano podría lavar.
Colón partió con su flota, guiado por estrellas que parecían burlarse de él. El mar rugía como una bestia vieja, y los hombres rezaban por no caer en sus fauces. Muchos juraban escuchar voces bajo las olas. Algunos afirmaban haber visto rostros que se formaban con la espuma. “El mar cobra lo que se le promete”, dijo uno antes de desaparecer en la negrura.
Mientras tanto, en su palacio, Isabel no dormía. Su corazón oscilaba entre el fervor y el remordimiento. Sabía que había sellado un pacto que iba más allá de la razón. Fernando intentaba tranquilizarla, pero ni sus palabras ni sus oraciones podían borrar el temblor de sus manos. Las noches se llenaban de suspiros y de sueños donde veía el océano cubierto de sombras, extendiéndose sin fin, como si algo la llamara desde el otro lado.
El oro de Santángel había encendido una llama imposible de apagar. Las carabelas cruzaron el horizonte, y con ellas partió algo más: una parte del alma de Castilla.
El navegante volvió victorioso, o eso decía. Traía historias de tierras nuevas, de hombres y animales nunca vistos, de un mundo que parecía recién salido de las manos de Dios. Pero también traía otra cosa. En sus ojos había algo roto. Decía oír cantos en la distancia. Decía que el mar lo vigilaba. Que, en las noches más tranquilas, el viento murmuraba su nombre con voz de mujer.
Isabel lo escuchó, intentando ocultar el miedo que le recorría la espalda. Santángel también estaba allí. Lo observaba todo, en silencio, con la mirada de quien ya conoce el final.
Pasaron los años. El mito creció. El pueblo hablaba de las joyas de la reina, de su sacrificio sagrado. Nadie recordaba que el dinero no fue suyo, ni que el hombre que lo prestó había desaparecido misteriosamente poco después, dejando tras de sí solo un registro incompleto y una firma temblorosa.
Colón murió creyendo haber encontrado un paso al paraíso, pero lo que descubrió fue más oscuro: un mundo que no pedía ser hallado. Isabel se apagó con el alma dividida entre el deber y la culpa. Y el nombre de Santángel se desvaneció en los márgenes de la historia, como si el tiempo se hubiera tragado su recuerdo.
Pero aún hoy, dicen que, si uno camina por los pasillos viejos de palacio, puede oír el tintineo de unas joyas al caer sobre la mesa, y una voz de mujer que susurra: “Bien vale un millón... si el alma lo soporta.”
Y en el silencio que sigue, se oye un eco lejano, como el murmullo del mar llamando a sus deudores.
Porque todo pacto tiene su precio. Y aquel viaje, el que cambió al mundo, fue pagado no con oro… sino con almas.
Recopilación
El PELADO Investiga
# EXPEDIENTE 112