
Belial aparece en los textos antiguos como un nombre incómodo, una presencia que no termina de fijarse en un solo lugar ni en una sola forma. No es un demonio fácil de clasificar. No gobierna el miedo directo ni la violencia abierta. Su territorio es más sutil y, por eso mismo, más perturbador. Allí donde la historia oficial habla de pecado, castigo y ruina, este demonio, se desliza como una sombra que disfruta del desvío, de la grieta, de aquello que no produce fruto ni redención.
Las primeras menciones lo sitúan en una región maldita, asociada a una ciudad que la tradición convirtió en sinónimo de exceso y aniquilación. Pero esa localización, repetida durante siglos, parece más una necesidad simbólica que un dato fiable. Belial no pertenece a un territorio físico. Su dominio es la negación del propósito. Los antiguos lo llamaron rebelde, inútil, impío, no porque fuera débil, sino porque no servía a nada que pudiera contarse, multiplicarse o heredarse. En un mundo donde todo acto debía justificar su existencia a través de la descendencia, Belial representaba el goce estéril, el placer que no deja huella salvo en la memoria y en la culpa.
Los teólogos y demonólogos coincidieron, casi sin quererlo, en un punto inquietante: Belial no seduce prometiendo poder ni conocimiento absoluto, sino algo mucho más simple y devastador. Ofrece el permiso. Permiso para desear sin consecuencia, para entregarse sin finalidad, para experimentar un amor que no construye nada. En los manuscritos prohibidos se lo describe como hermoso, de una belleza que no remite a lo divino sino a lo irremediablemente perdido. Su apariencia no espanta; atrae. Y esa atracción es su arma más eficaz.
Algunos investigadores medievales sostuvieron que tuvo un papel central en la gran rebelión celestial. No como estratega ni como líder visible, sino como corruptor silencioso. Mientras otros prometían tronos y dominios, él sembraba la idea de que obedecer no tenía sentido, de que incluso la perfección podía resultar estéril. Esa misma lógica aparece siglos después en tratados alquímicos y filosóficos donde se lo acusa de enturbiar la investigación científica, de ofrecer pistas falsas, de disfrutar viendo cómo los hombres se extravían persiguiendo verdades que nunca llegan a germinar.
Pero es en una leyenda secundaria, casi marginal, donde adquiere su rostro más inquietante. La historia de la mujer de Lot ha sido contada como un castigo ejemplar por la desobediencia y la curiosidad. Sin embargo, algunas tradiciones sostienen otra versión, susurrada más que escrita. No fue la mirada hacia atrás lo que la condenó, sino una entrega previa, secreta, a un amor prohibido y estéril. Belial no la castigó; la acompañó. El castigo vino después, cuando el mundo ya no pudo tolerar esa forma de deseo que no servía a ningún designio divino ni humano.
En esta lectura, la sal no es solo castigo, sino residuo. El cuerpo detenido en un instante de goce que no puede continuar ni reproducirse. Un monumento a lo improductivo. Belial, entonces, no destruye ciudades con fuego ni azufre. Deja restos. Deja estatuas involuntarias que recuerdan que hubo algo que no debía existir y, sin embargo, existió.
A lo largo de los siglos, su nombre reaparece en grimorios atribuidos a reyes sabios y magos obsesionados con el control de lo invisible. Allí se lo invoca con cautela, no por su violencia, sino por su capacidad de desarmar voluntades. Se dice que responde con facilidad, especialmente en los meses más fríos, cuando la vida parece suspendida y la fertilidad es solo un recuerdo. Quienes afirman haberlo sentido cerca no hablan de apariciones espectrales, sino de una sensación persistente: la certeza de que nada de lo que se haga tendrá sentido, y que eso, lejos de ser aterrador, puede resultar liberador.
Al final, la figura de Belial plantea una pregunta incómoda. ¿Y si el verdadero horror no fuera el castigo divino, sino la posibilidad de un deseo que no conduce a nada? ¿Y si lo más intolerable para el orden del mundo fuera el placer sin herencia, la pasión que no deja rastro, la vida que se consume en sí misma? Belial no promete infiernos futuros. Ofrece un presente absoluto, y tal vez por eso sigue siendo uno de los nombres más peligrosos jamás pronunciados.
Recopilación
El PELADO Investiga
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