
Durante siglos, la historia de La Bella y la Bestia fue tratada como un simple cuento moral, una parábola suavizada para educar a los más jóvenes. Sin embargo, detrás de esa superficie amable se oculta un origen mucho más perturbador, un entramado de hechos y testimonios que rara vez se mencionan porque comprometen los cimientos de aquello que creemos entender sobre los cuentos folclóricos. La versión aceptada no es más que una réplica descafeinada de un relato donde la belleza y la monstruosidad se entrelazan de un modo tan real que aún hoy produce un estremecimiento difícil de descartar.
Según los archivos más antiguos, la historia no comienza con un mercader, ni con hijas caprichosas, ni con un castillo encantado, sino en una vivienda aislada donde vivían tres hermanas. Las dos mayores estaban envueltas en prácticas oscuras, no necesariamente mágicas, pero sí profundamente crueles, ritualistas y marcadas por una obsesión insana con el dominio. La menor, a quien generaciones posteriores llamarían “Bella”, era tratada como una sirvienta y, en determinados momentos, como algo todavía menos que eso. Las razones de su sometimiento no quedaron registradas con precisión, pero ciertos documentos mencionan un pacto sellado entre las hermanas mayores y una entidad desconocida, un pacto que exigía un trato particular hacia la menor.
La dinámica diaria de esa casa se resume en violencia, silencios prolongados y una tensión que impregnaba cada objeto. Bella era atada cada noche, obligada a observar prácticas que ninguna mente joven debería soportar. Los cronistas que recopilaron estos datos eligieron omitir detalles, quizá para proteger al lector, quizá porque las descripciones amenazaban con romper la frontera entre lo real y lo mítico. Pero todos coincidían en que la presencia de la joven se había convertido en un elemento esencial del ritual cotidiano de las dos mayores.
Con el tiempo apareció en escena un hombre enfermo, marcado por la lepra, cuya piel era un mapa de dolor y putrefacción. Era un mendigo errante, uno de esos que parecían moverse siguiendo un patrón invisible, deteniéndose solo en casas donde reinaba la desgracia. Cuando se acercó por primera vez a la ventana, Bella estaba inmóvil, amarrada. Aun así, él le pidió comida. Ella, ignorando el castigo seguro, lo dejó pasar y le permitió servirse. El hombre comió en silencio, observando todo como si estuviera tomando nota de cada detalle para un fin que ella no comprendía.
El segundo encuentro marcó el quiebre. Cuando el hombre regresó, Bella ya estaba muerta. Las hermanas la habían acusado de robar comida y la llevaron al sótano, donde sus gritos se ahogaron en la oscuridad. Su muerte fue lenta. Dolorosa. Innecesaria. El mendigo, al enterarse, pidió alimento a las dos mujeres. Ellas se negaron. Lo insultaron. Pero cuando mencionó que era hijo de un noble, cambiaron de actitud al instante. Lo invitaron a entrar, le ofrecieron pan, intentando ganar su favor.
Lo que ocurrió después permanece envuelto en múltiples versiones que coinciden en lo esencial. El hombre confesó que no era hijo de ningún noble, que su verdadera identidad no pertenecía al mundo de los vivos. Algunos lo llamaron emisario. Otros, espíritu. El registro más inquietante lo identifica como la Muerte, una forma temporal asumida para recorrer la tierra cuando alguna alteración grave perturba el orden natural. En aquella casa había ocurrido una de ellas.
El mendigo abrió su ropa y dejó al descubierto un torso corrompido, un paisaje de carne caída, supuraciones y restos que parecían moverse por sí mismos. Tomó a las hermanas del cabello y las obligó a mirar, a respirar ese olor indecible que parecía despertar en ellas un terror primitivo. Luego las llevó al sótano y las ató con la misma crudeza con la que ellas habían atado a Bella. Les dijo que observaran, porque la muerte que las esperaba no sería tan misericordiosa como la de la joven.
El acto final desconcierta incluso a los investigadores más fríos. La Muerte, aún dentro del cuerpo enfermo, se recostó junto al cadáver de Bella, como si estuviera cumpliendo un deber antiguo, como si aquella joven hubiera sido señalada por un destino que ya no pertenecía a este plano. No se sabe si fue un gesto de compasión, de justicia o simplemente una forma de equilibrar la ecuación. Lo que sí quedó asentado es que, en ese momento, nació la idea de la Bestia. No la criatura noble de los cuentos infantiles, sino una figura liminal que se acerca a los desamparados cuando la frontera entre vida y muerte se adelgaza.
Con los años, editores, narradores y pedagogos fueron suavizando esta historia. La Muerte se transformó en príncipe. Bella dejó de ser víctima para convertirse en símbolo de virtud femenina. Las hermanas dejaron de ser brujas y pasaron a figurar como simples jóvenes ambiciosas. El horror original fue cuidadosamente recubierto por un barniz de esperanza. Pero bajo ese tinte sigue latiendo la verdad: el cuento nunca fue un romance. Fue un recordatorio de que la compasión puede convocar fuerzas que los humanos olvidaron entender. Y de que, a veces, la Bestia no es un monstruo disfrazado, sino un mensajero que viene a llevarse lo que ya no puede seguir sufriendo.
Recopilación
El PELADO Investiga
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