ESCUCHA EL #EXPEDIENTE Nº 120 | 05.12.2025

PSIQUIS SANGUINARIA


Desde tiempos antiguos, la sangre ha sido un símbolo de vida, poder y miedo. Pero hay quienes no solo la ven como un símbolo: la necesitan, la buscan, la sienten correr como una pulsión que no admite demora ni razón. El vampirismo clínico, esa obsesión por la sangre que algunos describen como placer, adicción o alimento, se oculta detrás de nombres y diagnósticos que intentan domesticar lo que no puede ser domesticado. Entre ellos se encuentra el más perturbador: el Síndrome de Renfield, bautizado así por el personaje que Bram Stoker imaginó en su novela de terror. Pero esta vez, no es ficción. Esta vez, estamos frente a la psique humana llevada al límite.

Desde la infancia, algunos individuos experimentan lo que los psiquiatras llaman un detonador: un hecho sangriento que despierta sensaciones de excitación y fascinación. La experiencia puede ser trivial, casi inocente, pero marca el inicio de un camino oscuro. Lo que comienza con curiosidad se transforma en necesidad, y pronto la sangre propia se convierte en un fetiche. La primera etapa, conocida como auto vampirismo, lleva al sujeto a buscar su propia sangre como quien busca un alimento vital; algunos incluso llegan a flagelarse para obtenerla. No es un juego. No es un capricho. Es hambre, deseo y tormento entrelazados.

Cuando la propia sangre deja de ser suficiente, el enfermo avanza hacia la zoofagia. La sangre de animales se convierte en sustituto, en medio de un ritual privado que combina lo erótico, lo compulsivo y lo alimenticio. Gatos, aves, perros, cualquier criatura que pueda suministrar lo que ahora se percibe como vital. En esta fase se empiezan a perder los límites de lo moral y lo social, aunque no necesariamente la violencia sea parte del proceso. Hay casos documentados de individuos que compraban sangre animal en carnicerías, evitando así herir directamente a seres vivos, pero la compulsión persistía: la necesidad de absorber, de integrarse a través de la sangre, era ineludible.

La última etapa es la más inquietante y, a la vez, la que más miedo provoca: el vampirismo clínico. Aquí el individuo busca sangre humana, a veces de manera consensuada, pero otras veces mediante violencia. La fascinación y la necesidad se han fusionado hasta tal punto que la línea entre la realidad y la obsesión se desvanece. Los más extremos han cometido actos que la sociedad clasifica como horrendos crímenes, aunque para ellos, la necesidad de sangre era tan imperiosa como respirar.

El Síndrome de Renfield no es un mero capricho literario. El psicólogo Richard Noll propuso en 1992 que este trastorno debía ser reconocido como una entidad dentro de la psiquiatría. Algunos especialistas lo consideran una forma de esquizofrenia; otros, una parafilia extrema; y hay quienes lo clasifican como disorexia, un desorden alimenticio donde la sangre sustituye alimentos convencionales. Todas estas definiciones intentan explicar lo inexplicable: cómo la mente humana puede vincular lo vital con lo erótico, lo nutritivo con lo obsesivo.

Los testimonios y registros históricos muestran patrones inquietantes. Los hombres parecen ser más propensos que las mujeres a desarrollar el trastorno, quizás por razones biológicas o culturales, y todos siguen un camino similar: desde la fascinación infantil hasta la búsqueda de la sangre de otros. Muchos enfermos aseguran que no hay placer erótico en la sangre que consumen, solo necesidad. Otros, en cambio, mezclan hambre y excitación en un ciclo que se retroalimenta sin fin. La sangre se convierte en droga, en alimento, en fuego que quema y sacia al mismo tiempo.

El nombre de Renfield proviene de aquel personaje que Bram Stoker imaginó en su novela: un abogado recluido en un asilo, obsesionado con comer moscas y aves para absorber su fuerza vital. La literatura gótica lo convirtió en símbolo del desvarío, pero la psiquiatría lo elevó a ejemplo de un desorden real. La ironía es cruel: un personaje de ficción se transforma en modelo clínico, y quizá, en espejo de los innumerables casos reales que la sociedad nunca reconoce. Algunos pacientes viven aislados, ocultos, incomprendidos; otros terminan en cárceles o instituciones psiquiátricas, y muchos, silenciosamente, sufren en soledad la eternidad de su hambre.

Más allá de los diagnósticos y las teorías, lo que perturba es la certeza de que el vampirismo clínico existe en el mundo tangible, con nombres, rostros y cuerpos reales. La ciencia intenta clasificarlo, la ley intenta contenerlo, pero la necesidad, el impulso, el deseo de sangre, no puede medirse, no puede prohibirse, y rara vez se comprende. El Síndrome de Renfield es un recordatorio de que la frontera entre lo natural y lo monstruoso a veces no es más que un delgado velo, y que detrás de la fascinación por la sangre hay un territorio de horror que ni la razón ni la moral pueden abarcar por completo.

Recopilación
El PELADO Investiga
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