En la Edad Media, la prostitución era un fenómeno común en pueblos y ciudades. Las mujeres que ejercían este oficio recibían diferentes nombres según su contexto y forma de vida: soldadera, dama de medio manto, moza del partido, entre otros. Aunque estos términos varían, en esencia, describen a mujeres que, por diversas razones, se vieron empujadas a este camino.
La mayoría de las prostitutas eran víctimas de la pobreza o de situaciones familiares complicadas. Muchas veces carecían de la protección de un hombre que las respaldara o no lograban casarse por no contar con una dote. En ese entonces, el matrimonio era una de las pocas formas de estabilidad económica para las mujeres. Aquellas que quedaban fuera de este sistema, ya fuera por haber sido violadas o por haber huido de un esposo infiel o abusivo, se encontraban en una situación vulnerable que las llevaba a la prostitución como única opción.
En ciudades como Zaragoza, Barcelona o Málaga, era común que las prostitutas fueran extranjeras o provinieran de otros lugares. Documentos de la época mencionan nombres como Yolanda la Morellana o María de Soria, quienes llegaron de distintas partes del reino para trabajar en esos lugares.
Contrario a lo que muchos podrían imaginar, la vida de una prostituta medieval estaba llena de peligros. No solo debían enfrentarse a enfermedades venéreas, sino también al envejecimiento, que les quitaba clientes y las empujaba a la mendicidad o a depender de la caridad de instituciones religiosas. Las que sobrevivían más tiempo en el oficio solían hacerlo bajo la tutela de alcahuetes, personas que actuaban como intermediarios entre ellas y los clientes. En algunas obras literarias, como “La Celestina” de Fernando de Rojas, se retrata esta relación de dependencia entre las prostitutas y sus alcahuetas, quienes a menudo se hacían pasar por tías o madres de las jóvenes.
Los burdeles, conocidos en esa época como “mancebías”, estaban regulados por las autoridades. Cada cierto tiempo, un médico visitaba estos lugares para evitar la propagación de enfermedades, y las prostitutas estaban obligadas a pagar impuestos y el alquiler de sus habitaciones. Además, tenían que costearse su vestimenta, lo cual no era nada barato, ya que había reglas muy estrictas sobre cómo debían vestir. En algunas ciudades, como Barcelona, se dictaron leyes que obligaban a las prostitutas a llevar prendas distintivas, como mantos cortos o adornos rojos en el cabello, para separarlas del resto de las mujeres. Esto era parte de un esfuerzo por mantenerlas alejadas de las zonas más respetables de la ciudad y reducir los escándalos.
Un dato curioso es que, a pesar de las críticas morales que recibían, la prostitución también generaba ingresos para los reyes y las ciudades. Desde el reinado de Enrique III, los impuestos a las prostitutas ayudaron a financiar proyectos públicos. Así, a pesar de ser marginadas socialmente, su trabajo era tolerado y, en muchos casos, aprovechado económicamente.
La segregación de las prostitutas era también una medida para proteger el honor de las mujeres “honestas”. Por ejemplo, en ciudades como Barcelona, los burdeles se construyeron en las afueras de las murallas o en áreas específicas de la ciudad, y a las prostitutas se les prohibía entrar en ciertos lugares durante festividades religiosas, como en Semana Santa.
En resumen, la prostitución en la Edad Media fue una actividad tolerada, regulada e incluso necesaria para la estabilidad social y económica de la época. Sin embargo, las mujeres que ejercían este oficio eran constantemente marginadas y criticadas, lo que refleja las pocas opciones que tenían en una sociedad dominada por hombres. Las prostitutas fueron a la vez un elemento fundamental en la cultura medieval y víctimas de una estructura que les ofrecía pocas salidas dignas.
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