
Uno de los capítulos más intrigantes del tratado demonológico de Johann Weyer, publicado a mediados del siglo XVI, se titula “De Lamiis Liber”, lo que en latín se traduce como “El Libro de las Lamias”. Este capítulo, incluido en su obra más amplia sobre hechicería y superstición, representa una voz singular en una época marcada por la persecución de brujas. A diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, el autor argumentaba que muchas de las acusaciones contra las brujas carecían de fundamento, y que las confesiones obtenidas bajo tortura no eran más que fantasías inducidas por el sufrimiento.
Al mismo tiempo, sin embargo, circuló un grimorio con el mismo título, que sostenía una visión opuesta: no solo afirmaba la existencia de las brujas, sino que ofrecía una clasificación detallada de los distintos clanes y sus especialidades mágicas. Según este texto, las brujas descendían de antiguas criaturas sobrenaturales llamadas Lamias. Estas entidades míticas, originarias de la tradición griega, estaban relacionadas con la noche, la sed de sangre y el deseo. La palabra “Lamia”, que significa “tragadora”, alude a su voracidad, tanto simbólica como literal.
Para este grimorio, las brujas eran algo más que mujeres que practicaban magia; eran herederas de un linaje arcano, con acceso a saberes que desafiaban la lógica de su tiempo. Se las agrupaba en clanes, cada uno con características propias. Las Sagae, por ejemplo, se enfocaban en la magia amorosa y erótica, rechazando pactos demoníacos. Una de sus fórmulas más conocidas consistía en pronunciar una palabra mágica que, bien usada, podía desatar la ropa de cualquier persona. Aunque hoy esto suene inofensivo, en la Edad Media era motivo de escándalo.
Otro clan eran las Lenas, hechiceras dedicadas a asesorar a mujeres interesadas en atraer parejas ricas. Si bien se las acusaba de manipular a sus víctimas, el grimorio sugiere que su objetivo real era financiar estudios ocultistas, incluyendo prácticas de nigromancia. Esto significa que eran capaces de contactar con los muertos, e incluso influir sobre ellos.
Por otro lado, las Strix eran brujas de origen aún más antiguo. Vivían alejadas de la sociedad y llevaban a cabo rituales nocturnos en lo profundo de los bosques. Se les atribuía la costumbre de beber sangre, generalmente extraída de viajeros imprudentes. En la tradición grecorromana, el término “Strix” hacía referencia a aves nocturnas con hábitos siniestros, y esta imagen fue transferida a estas hechiceras de comportamiento salvaje y misterioso.
Según este libro, las brujas se reunían en grupos llamados “Ludum”, algo similar a lo que hoy se conoce como “Coven”. Allí, las recién iniciadas recibían la guía de un maestro espiritual, un íncubo o un súcubo, dependiendo del género, aunque la visión del grimorio es más cercana a la de un mentor dentro de una estructura iniciática. La máxima autoridad de cada “Ludum” era una figura enigmática conocida como la Ludmya, a quien se le rendía homenaje a través de diversos actos rituales, algunos de ellos inquietantes, como la entrega de cadáveres recién exhumados, que ella utilizaba en la elaboración de pócimas y artefactos mágicos.
A diferencia de otros textos de la época, “De Lamiis Liber” no niega lo sobrenatural, pero lo aborda desde una perspectiva funcional. Las brujas eran vistas como mujeres sabias, capaces de manejar energías sutiles a través del estudio, la experiencia y el trabajo constante con elementos naturales como hierbas, piedras, velas, y fases lunares. En muchos aspectos, esta visión se acerca a la actual práctica de la Wicca, donde se celebran los ciclos de la naturaleza más que las figuras demoníacas.
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