ESCUCHA EL #EXPEDIENTE Nº 98 | 04.07.2025

EL LENGUAJE DEL ORGASMO


Hay experiencias humanas que trascienden los siglos. Que siguen tocando los mismos puntos sensibles sin importar el tiempo, la cultura ni la lengua. El orgasmo es una de ellas. Inexplicable, efímero, poderoso. Desde que la literatura existe, se ha intentado capturar ese instante con palabras. Algunas veces con sutileza. Otras, con crudeza. Pero siempre con el deseo de traducir algo que, en el fondo, parece pertenecer más al cuerpo que al lenguaje.

Los antiguos ya debatían sobre su naturaleza. Una historia curiosa cuenta que los dioses no lograban ponerse de acuerdo sobre quién sentía más placer al amar. Para resolverlo, consultaron a alguien que había vivido tanto como hombre como mujer. La respuesta, lejos de aclarar las cosas, desató una tragedia. Y si algo revela este mito, es que el deseo y el orgasmo fueron, desde el principio, terreno de conflicto, misterio y poder.

Durante siglos, la escritura esquivó el orgasmo. Lo rodeó. Lo insinuó. La Edad Media prefería esconderlo tras capas de símbolos o castigos. El Renacimiento lo tocaba con pinzas. Y no fue hasta que el Romanticismo levantó la voz, que el clímax sexual empezó a filtrarse con más libertad en la poesía y la narrativa.

Uno de los primeros en vincular ese instante con la idea de muerte fue un joven poeta inglés. Decía que ningún momento se parecía tanto a morir como ese. No era una idea nueva, pero la forma en que lo expresó dejó una marca. Esa idea cruzó fronteras. En Francia, tiempo después, nacería el concepto de la “pequeña muerte”. Una forma poética y a la vez precisa de nombrar lo que ocurre cuando, por unos segundos, dejamos de ser nosotros. O, mejor dicho, nos perdemos completamente en nosotros mismos.

Hubo quienes fueron más directos. Poetas que celebraban sin pudor la entrega física. Que veían en el sexo una forma de conexión con algo más grande. Con la belleza, con la creación, con el abismo. Algunos versos hablaban del cuerpo como un territorio luminoso, donde el deseo es una corriente que no se detiene hasta estallar.

En esos textos, el orgasmo no era solo un final. Era una transformación. Un momento que fundía el yo con el otro. Un lugar sin lenguaje, donde el tiempo se quiebra.

Más adelante, la prosa tomó el relevo. Las novelas comenzaron a despojar al orgasmo de su envoltorio mítico o religioso. Ya no era necesario usar alegorías ni versos enmascarados. La literatura adulta y moderna se animó a nombrarlo. A explorarlo desde la intimidad de las habitaciones, sin necesidad de velos.

En algunos casos, el orgasmo fue descrito como algo involuntario, que no se controla. Un fenómeno que irrumpe. Que se impone. Que hace del cuerpo un campo eléctrico, una tormenta que se descarga y se va. En otros, se trató con ternura. Como una entrega compartida. Como una danza delicada que exige atención, paciencia y deseo mutuo.

Hay libros donde esa experiencia aparece como centro emocional del relato. Donde los personajes solo se descubren a través del contacto. Donde el momento del clímax no es solo físico, sino una revelación personal.

Uno de los ejemplos más célebres lo ofrece una novela que escandalizó a medio mundo cuando se publicó. No por lo que decía, sino por cómo lo decía. Allí, el acto sexual se retrata sin adornos, pero también con una extraña belleza. La prosa se vuelve casi húmeda, palpitante. Se siente en la piel. Se escucha en el ritmo de las frases.

Pero no todo fue frontalidad. A lo largo de la historia, muchos autores encontraron en el orgasmo una oportunidad para jugar con el lenguaje. Lo disfrazaron de visiones, de ascensos, de olas. Lo compararon con el sueño, con el éxtasis religioso, con el vértigo. Cada uno buscó una imagen, una metáfora, un giro, para decir lo que no puede decirse sin perder algo en el camino.

Y es que hay algo profundamente literario en ese momento. Algo que escapa. Que no se deja atrapar del todo. Tal vez por eso seguimos escribiendo sobre él. Porque en cada texto que intenta describirlo hay una confesión. Un gesto de entrega. Un intento de tocar con palabras lo que el cuerpo sabe de memoria.

El orgasmo, al fin y al cabo, es una frontera. Entre el cuerpo y la emoción. Entre el presente y lo eterno. La literatura, con todas sus formas y matices, lleva siglos intentando cruzarla. Y aunque nunca logre del todo decir lo que es, cada intento nos deja un eco. Un reflejo. Una posibilidad.

En el lenguaje, como en el deseo, hay cosas que solo pueden insinuarse. Y, sin embargo, ahí están. Vibrando en el centro de la experiencia humana. Como ese instante breve y total, en el que, por un segundo, dejamos de pensar. Y simplemente somos.

Recopilación
El PELADO Investiga
# EXPEDIENTE 98

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