ESCUCHA EL #EXPEDIENTE Nº 115 | 31.10.2025

EL PODER DE LLORAR


Las lágrimas son gotas de vida que surgen cuando el cuerpo y el alma reclaman atención. Cuando Alicia, en el país de las maravillas, crece desmesuradamente tras comer un pedazo de pastel y queda atrapada en una diminuta habitación, su llanto genera un océano de lágrimas. Al encogerse aún más usando el abanico del Conejo Blanco, debe nadar para no hundirse. Esa imagen —tan literaria como poderosa— refleja el misterio que rodea al llanto humano.

Detrás de ese acto aparentemente sencillo subyace un universo biológico y emocional. El sistema límbico en el cerebro, especialmente la amígdala y el hipocampo, regula cómo percibimos y expresamos emociones profundas. El llanto emocional parece ser casi exclusivo de los seres humanos, vinculado a nuestra conciencia, capacidad de sentir y de elegir. No solo lloramos por tristeza: también lo hacemos por alegría intensa, odio, dolor o miedo.

Desde una perspectiva funcional, las lágrimas son vitales para la salud ocular y la calidad de nuestra visión. Su estructura comprende tres capas esenciales: una base de moco que hace que el agua se adhiera a la superficie ocular, una capa acuosa que hidrata los ojos, y una capa lipídica que estabiliza la lágrima y reduce su evaporación. Estas capas se distribuyen sobre el ojo gracias al parpadeo y se eliminan por los conductos lagrimales en la zona nasal. El equilibrio de estas tres capas garantiza una película lagrimal protectora y saludable. Cuando alguna falla, surge el ojo seco, una condición que ha incrementado su incidencia: hoy es una de las principales razones por las que la gente acude al oftalmólogo.

Existen tres tipos principales de lágrimas, cada una con una función diferente. Las lágrimas basales se producen de forma continua para mantener el ojo húmedo y limpio. Las reactivas nacen ante estímulos externos, como el viento o el picante de una cebolla. Y las emocionales emergen con fuerza ante situaciones que conmueven profundamente. Estas últimas son más densas y no desaparecen por los conductos naturales, de modo que fluyen por las mejillas para volverse visibles y activar la empatía de quienes nos rodean.

Desde el punto de vista adaptativo, llorar ante una emoción intensa ayuda a aliviar el estrés emocional. El llanto libera endorfinas que inducen calma y optimismo. Además, activa las neuronas espejo en quienes nos observan: llorar es una señal social que busca conexión, empatía, respuesta. Sorprendentemente, el llanto emocional casi nunca dura más de quince minutos, como si estuviera programado para cumplir su función y detenerse.

En tiempos recientes, estudios en neurociencia han avanzado en comprender estos mecanismos: se ha observado que durante el llanto emocional se activan redes neuronales distintas de aquellas que responden al dolor físico. También se sabe que la mayor densidad de proteínas y hormonas en las lágrimas emocionales podría contribuir a un efecto depurativo del organismo, eliminando toxinas asociadas al estrés.

Sumando el enfoque biológico, emocional y social, el llanto emerge como una reacción profundamente humana que ayuda a liberarnos de cargas internas, a comunicar lo que las palabras no alcanzan y a restablecer el equilibrio interior.

Y si bien la ciencia lo explica, hay momentos donde el consuelo viene de otra dimensión. En el libro de Isaías, en el Antiguo Testamento, una súplica sincera va acompañada de lágrimas, y Dios responde: “He escuchado tu oración y he visto tus lágrimas. Añadiré quince años a tu vida” (Isaías 38,5)

Una frase breve, pero poderosa, que nos recuerda que hasta las lágrimas silenciosas pueden tener eco en lo eterno.

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