
Durante más de dos siglos, un demonio permaneció oculto en una pintura del siglo XVIII, invisible a los ojos de los espectadores, hasta que una restauración reciente lo reveló al mundo. La obra, creada por el destacado pintor británico Joshua Reynolds en 1789, llevaba consigo un misterio tan inquietante como fascinante. La pintura, titulada La muerte del cardenal Beaufort, mostraba originalmente una escena solemne y dramática, típica del estilo grandioso por el que Reynolds era reconocido. Sin embargo, bajo las capas de barniz y pintura acumuladas con el tiempo, un rostro diabólico permanecía escondido, acechando silenciosamente a uno de los personajes.
El demonio es una figura perturbadora: pálido, de ojos negros y redondos que parecen seguir al espectador, con colmillos afilados que asoman entre la sombra. Su presencia está situada detrás del cardenal, justo en la zona más oscura de la composición, como si el artista hubiera querido que sólo unos ojos atentos pudieran percibirlo. Durante generaciones, nadie supo de su existencia. Fue la restauración la que finalmente permitió revelar al malévolo visitante, que había permanecido oculto durante 233 años.
La escena retrata los últimos momentos de vida del prelado, tío abuelo del rey Enrique VI, mientras el monarca y dos lores lo asisten en su lecho. En la obra original de Shakespeare, el rey implora en el segundo acto: “¡Oh! Derrota al demonio entrometido y ocupado”, buscando que Dios conceda un fallecimiento tranquilo al cardenal. Reynolds tradujo esa tensión literaria al lienzo, pero añadió un detalle que los espectadores no podrían ver a simple vista: un demonio observando, como encarnación literal de las fuerzas malignas que acechaban en la narrativa del drama.
La presencia del demonio en la pintura fue considerada demasiado atrevida para la época. Mientras en la literatura los demonios podían existir en la mente de los personajes sin problemas, mostrarlos físicamente en un cuadro resultaba inquietante para el público del siglo XVIII. Tras la muerte de Reynolds, otros artistas y restauradores cubrieron el rostro diabólico con varias capas de barniz y pintura, asegurándose de que permaneciera invisible para el público y las reproducciones posteriores.
Los expertos determinaron que hasta seis capas de barniz habían sido aplicadas para ocultar al demonio, evidenciando el cuidado extremo que se puso en borrarlo de la memoria visual del público. La restauración permitió no solo recuperar la intención original del artista, sino también abrir un diálogo sobre cómo las percepciones culturales y los tabúes influyen en el arte. Lo que Reynolds había plasmado con valentía en 1789 era un recordatorio del poder simbólico del demonio en la narrativa: su forma física, aunque perturbadora, servía para materializar el temor y la tensión que rodeaban la escena del drama.
El descubrimiento del demonio ofrece hoy una mirada única a la sensibilidad de la época y a la maestría del artista. La obra ya no es solo un retrato histórico, sino un enigma resuelto, un testimonio de cómo incluso los secretos más oscuros pueden sobrevivir siglos ocultos. Para los espectadores modernos, la pintura invita a reflexionar sobre la dualidad entre lo visible y lo invisible, entre lo aceptable y lo prohibido, y sobre cómo el arte puede capturar dimensiones de la experiencia humana que van más allá de lo evidente.
Lo que antes era un detalle invisible, ahora se convierte en el centro de la atención, demostrando que incluso en un lienzo de proporciones clásicas puede esconderse un mundo secreto, una historia de demonios literales que esperaron pacientemente ser descubiertos. El cuadro, con su demonio recientemente revelado, ofrece a historiadores, críticos y amantes del arte la posibilidad de contemplar una obra que no solo representa la muerte de un cardenal, sino también la persistencia del misterio y el poder de lo oculto.
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