
La leyenda de los Devoradores de Pecados es un relato fascinante que habla de individuos capaces de absorber sobre sí los pecados ajenos mediante rituales específicos. Estos personajes, conocidos también como “come pecados”, asumen simbólicamente las faltas de otros para liberarlos de la carga espiritual que los atormenta, purificando sus almas incluso cuando no hay arrepentimiento genuino de por medio.
Desde un punto de vista antropológico, la existencia de estos devoradores está ligada a la misma historia del pecado y la culpa humana. Este acto de “comer” o absorber las malas acciones de otro pertenece a un tipo de rituales llamados “apotropaicos”, en los que la transferencia de la culpa o la mala energía se materializa a través de gestos simbólicos, muchas veces con un componente alimenticio.
Sin embargo, más allá de la antropología, la figura del devorador de pecados ha sido mucho más frecuente en la literatura y el folclore que en registros históricos claros. Su presencia suele aparecer envuelta en misterio, casi siempre en relatos donde su vínculo con las autoridades religiosas se mantiene ambiguo o secreto. No se sabe con certeza si eran aceptados, temidos o incluso perseguidos.
Una dimensión interesante de esta leyenda está en la mitología, por ejemplo, la diosa Tlazolteotl en la cultura azteca. Ella representaba la fertilidad y la maternidad, pero también el poder de limpiar los pecados. Según creencias antiguas, esta diosa se manifestaba al final de la vida de sus fieles para consumir los pecados confesados, devorando esa suciedad espiritual que corrompe el alma. Es una imagen poderosa de redención a través de la purificación por consumo simbólico.
No es necesario ir muy lejos para ver que la idea del devorador de pecados está presente en grandes relatos universales. La figura de Jesús, por ejemplo, encarna el arquetipo del sacrificio por la humanidad, ofreciendo su vida para limpiar los pecados de todos. Aquí el concepto se eleva a una dimensión espiritual máxima, donde el pecado es “devorado” por amor y redención.
Durante el siglo XVIII, esta tradición de los devoradores tuvo un auge particular entre las clases altas. En ese entonces, cuando la medicina ya no podía salvar a los enfermos terminales, y tras recibir la extremaunción, algunas personas adineradas convocaban a estos devoradores para asegurarse la absolución. El rito era un último recurso para intentar salvar el alma cuando el arrepentimiento personal parecía insuficiente.
Estos devoradores solían llevar una vida errante, moviéndose entre pueblos y regiones. Eran figuras temidas pero respetadas, marginadas socialmente pero también protegidas por su función única. No se les permitía entrar en lugares públicos, aunque se les facilitaba alojamiento humilde y su presencia no era molestada. El dinero que ganaban tenía la “mancha” de los pecados de otros, lo que paradójicamente los mantenía a salvo de robos y conflictos.
Con el tiempo, el rito se fue adaptando. Ya no era necesario estar presente al lado del moribundo para realizar el acto de “devorar sus pecados”. Un simple gesto en el cementerio, una oración sentida frente a la tumba, podía servir para mitigar la carga espiritual. Por supuesto, la retribución económica en esos casos era menor, pero la función simbólica persistía con fuerza.
El procedimiento exacto del ritual sigue siendo un misterio. Se cree que consistía en ingerir simbólicamente un trozo de pan y sal, representando el pecado absorbido. Un testimonio valioso nos llega del bibliógrafo John Bagford, quien registró algunas palabras que se pronunciaban durante el rito: “Te doy alivio y descanso, ahora. Y por tu paz empeño mi propia alma. Amén.” Esta frase revela la entrega total del devorador, dispuesto a asumir el peso del pecado para otorgar alivio al otro.
El último caso documentado data de principios del siglo XX en Inglaterra, donde un hombre aceptó devorar los pecados de otro antes de su muerte. Más allá de eso, quedan relatos y leyendas que insinúan que esta práctica, aunque casi desaparecida, ha dejado huellas ocultas en tradiciones y creencias populares.
Como ejemplo moderno de esta figura tan oscura como redentora, en mi libro “Navarra Preludio” relato la historia de fray Francisco, un exorcista marcado por dos maldiciones. Una de ellas lo condena a convertirse en un devorador de pecados, pero no de forma simbólica, sino real y espiritual. Cada vez que asume los pecados de alguien, en lugar de liberar al alma del condenado, carga esa culpa sobre sí mismo, sellando su propia condena eterna. Sin embargo, Francisco no se limita a padecer su destino. Decide apropiarse de la maldición y revertir su efecto. Así, al devorar el pecado, no es el alma del otro la que encuentra redención, sino que es él quien sufre el vacío, la sequedad, la ausencia total de Dios, como si cada falta tragada arrancara un trozo de su propia luz. Pero lo que da sentido a su sacrificio es que, en ese mismo instante, el demonio que lo maldijo, Ichneumón, siente en carne propia la misericordia de Dios, algo que jamás deseó ni buscó. Cada acto de dolor en Francisco se convierte en una chispa de gracia para aquel ser infernal. Así, el exorcista invierte la lógica del infierno, convierte la maldición en un arma espiritual, y da nuevo significado al arquetipo del devorador de pecados, como figura de redención a través del sufrimiento elegido.
En otra anécdota recogida en un estudio sobre costumbres funerarias, se narra cómo en un pequeño pueblo, después de un funeral, se ofrecieron galletas a los asistentes. Solo uno las tomó, y poco después cayó en la locura y terminó suicidándose. Se supo entonces que esas viandas tenían un propósito oculto: intentar convertir a los presentes en devoradores de pecados. Este tipo de relatos muestra cómo la leyenda ha permeado hasta las tradiciones más modernas y a veces oscuras.
En definitiva, los devoradores de pecados representan una conexión profunda con el sentido humano de la culpa, la redención y la necesidad de purificación. Aunque su historia se pierde entre la mitología, la literatura y prácticas esotéricas, su esencia permanece: la idea de que alguien puede cargar con el peso de los errores de otro para ofrecerle paz, a un costo personal muy alto.
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El PELADO Investiga
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