
Dicen que la muerte es un final. Una frontera. Una grieta donde la carne se pudre y la conciencia se extingue. Pero lo que nadie advierte es que, tras ese umbral, lo que espera no es reposo, sino un viaje sin retorno a reinos donde el tiempo no existe, donde la luz no es luz y donde el yo se fragmenta como un espejo quebrado.
Al principio, lo que queda del ser se arrastra por un territorio oscuro y pesado. Es un mundo en el que la materia gobierna y la conciencia apenas logra brillar como una chispa ahogada bajo toneladas de barro. Allí, las formas son rígidas, toscas, y cada pensamiento cuesta como si la mente debiera perforar un muro para manifestarse. Es un fuego que consume, no que ilumina.
Pero ese es solo el inicio. Más allá de esa espesura comienza un ascenso que pocos comprenden. Se cruza una línea invisible, y lo que alguna vez fue sólido se disuelve. En esos niveles superiores, la vida ya no se oculta en cuerpos fijos, sino que muta sin cesar. Un pensamiento basta para alterar la forma, y cada variación mental engendra un nuevo aspecto. Lo que antes era prisión, ahora es instrumento. El fuego se vuelve llama propia, un ardor espiritual que no depende del aire ni del mundo.
Quien logra elevarse hasta allí ya no se percibe como un hombre ni como la sombra de lo que fue. Descubre que no es personalidad, sino algo más antiguo, más vasto, algo que lo observa todo desde arriba y que no conoce límites de encarnación. Pero esa revelación no llega con dulzura. Es brutal. El yo se desgarra. La última ilusión de identidad se funde en un resplandor que abrasa. El que fue, deja de ser. Lo que queda es el EGO, desnudo, sin refugios, enfrentado a su eternidad.
En ese estado, la mayoría cae en un sopor. No hay ventanas, no hay muros, no hay nada que mirar porque todo es interior. La mayoría duerme, ignorante, incapaz de sostener la visión. Pero unos pocos despiertan. Y lo que ven no es el paraíso. Es un océano atestado de millones de conciencias, cada una suspendida en un cascarón traslúcido. Parecen pompas irisadas flotando en la penumbra, algunas apenas destellos apagados, otras deslumbrantes como estrellas que ciegan. Allí se distinguen las almas aún encarnadas de las que ya han abandonado la carne, por vibraciones diferentes en su superficie. Un vistazo basta para saber quién camina todavía sobre la tierra y quién ha cruzado la línea.
Pero la visión es terrible. La mayoría de esas esferas palpitan con hambre. No saben quiénes son. No recuerdan lo que fueron. Se agitan como larvas ciegas, movidas por un deseo primitivo, un anhelo ardiente de volver a nacer. No buscan conocimiento, no buscan redención: solo ansían sentir otra vez el roce de la materia, el dolor, el placer, lo tangible. Son arrastradas por una fuerza oscura, una sed cósmica que las obliga a descender de nuevo, como insectos que no pueden apartarse de la luz que las quema.
Y entre ellas, algunas brillan más. Son almas que han aprendido a escuchar los ecos de sus vidas pasadas. Ven el hilo invisible que conecta cada nacimiento, cada error, cada culpa. Se detienen un instante, apenas un respiro en la eternidad, para comprender qué han cosechado y qué deberán enfrentar después. Ese instante es un juicio sin jueces: el reflejo crudo de lo que se ha sembrado.
Entonces surge el horror. Porque en esas alturas no hay máscaras ni excusas. El ser ve el resultado desnudo de su existencia. Percibe el peso del odio que esparció, del dolor que causó, de la compasión que negó. Y sabe que todo volverá. El círculo jamás se rompe.
Algunos, los más avanzados, se elevan todavía más. Allí la claridad es insoportable. El pensamiento se enciende como un sol que ilumina todos los rincones. Cada idea es una llamarada que revela lo oculto, y cada error del pasado se siente como un hierro al rojo en la conciencia. Pero también, en ese plano, las almas encuentran un respiro: allí los instructores invisibles, los que ya no necesitan cuerpos, arrojan relámpagos de conocimiento que atraviesan como cuchillas. No hay palabras, no hay discursos: solo estallidos de luz que descargan verdades completas, imposibles de olvidar.
El que llega a ese punto contempla los arquetipos del mundo. Ve la raíz de todas las formas, el origen del bien y del mal, y comprende que lo que en la carne parecía injusto o cruel es apenas un fragmento torcido de un plan incomprensible. Y aunque esa visión ofrece alivio, también atormenta, porque revela que no hay escape: cada alma debe recorrer el ciclo, ascender y caer, una y otra vez, hasta fundirse con aquello que ninguna mente humana podría nombrar.
Más allá de ese sexto cielo, existe un séptimo. Allí, la conciencia ya no distingue entre vidas. El pasado y el futuro se confunden en un presente interminable. El yo ya no es yo, sino un río que contiene todos sus nacimientos, como un dios menor condenado a recordarse eternamente. Allí habitan los que no se equivocan más, porque sus culpas ya no son errores sino armas de evolución. Pero no todos los que llegan a ese sitio lo hacen desde la luz. Algunos arrastran la sombra de un antiguo pacto, almas que dominaron el conocimiento para fines oscuros. Ahora son prisioneros de su propio poder. Condenados a servir de adversarios, a oponerse, a ser la resistencia que otros deberán vencer para fortalecerse.
Y así, en el silencio del séptimo cielo, lo único que queda es el eco de una certeza: nadie escapa. Cada paso que damos, cada acto que sembramos, vibra más allá de la tumba. Y cuando la carne cae y la tierra se cierra, la verdadera vida apenas comienza. Una vida donde no hay respiro, donde el terror no es dejar de existir, sino existir para siempre.
Recopilación
El PELADO Investiga
# EXPEDIENTE 110