ESCUCHA EL #EXPEDIENTE Nº 115 | 31.10.2025

BAJO LAS SÁBANAS


Para quienes alguna vez se refugiaron bajo las sábanas, saben que no se trata de protección, sino de un pacto silencioso con lo desconocido. La tela no bloquea la oscuridad, ni ahuyenta a las criaturas que acechan en la noche. Solo ofrece un respiro, una ilusión de seguridad frente a horrores que no se rinden.

Los monstruos que nos visitan no siempre son iguales. Algunos se arrastran por los rincones, con cuerpos difusos que parecen derretirse en las sombras. Otros se ciernen sobre la cama, observando cada movimiento con ojos que brillan como carbones encendidos. Algunos solo susurran, y otros hacen que el mundo entero tiemble con su presencia silenciosa.

En mi caso, el terror tenía tres rostros. Tres máscaras pálidas, deformes, que emergían de una mancha húmeda en la pared. No se movían ni atacaban; su poder residía en la espera, en la manera en que me miraban con una sonrisa que sabía demasiado, que percibía mis secretos más profundos. Solo podía intuir sus pensamientos a través de la certeza de sus ojos, desorbitados y fijos en mí.

La mancha estaba justo encima de mi cabecera. Cubrirme con las sábanas no era suficiente. Cuando escuchaba el leve rasgueo de la humedad, ese sonido chirriante como uñas que arañan piedra blanda, sabía que estaban por aparecer. Entonces corría al extremo opuesto de la cama y construía mi fortaleza: un refugio improvisado de mantas y almohadas, túneles, habitaciones diminutas donde podía esconderme. Allí, entre sombras y telas, el sueño era intranquilo, pero necesario.

Con el tiempo, me volví un maestro de la arquitectura de la noche. Mis cuevas tenían cámaras, pasadizos y salidas secretas. Cada noche era un experimento, una prueba de ingenio contra lo desconocido. Aun así, los tres rostros permanecían, impasibles. No importaba cuán intrincada fuera mi creación, ellos siempre me encontraban con la mirada.

Mi hermano mayor rara vez creía en estas cosas. Su incredulidad era una burla constante: lanzaba almohadas, golpeaba mis muros, rompía el delicado equilibrio de mis defensas. Aun así, la presencia de los rostros no disminuía. Aprendí a ignorar sus risas, a sumergirme más profundo en mis túneles. Allí, podía ser otra persona: un explorador de mundos subterráneos, un científico de secretos prohibidos, escribiendo en mi cuaderno cada descubrimiento y cada terror que palpaba con mis manos.

Una noche, el horror se volvió acción. Las uñas de los rostros rasgaron la pared, desprendiendo fragmentos de yeso que cayeron sobre mi almohada. El sonido era agudo, imposible de soportar. Sabía que estaban a punto de salir, de materializarse fuera de sus manchas húmedas. Llamé a mi hermano, pero su respiración era profunda, ajena. Nadie acudió. Solo me quedaba la linterna y los túneles que conocía mejor que a mi propia respiración.

Me interné en la oscuridad, arrastrándome por los pasadizos, mientras el rascar se hacía cada vez más intenso. Su cercanía era palpable, como si el aire mismo se impregnara de su presencia. Mi hermano gritaba desde lejos, primero insultos, luego súplicas. Todo se mezclaba: la risa, la alarma, el miedo. Yo continué, reptando, esquivando paredes, escuchando cómo la noche se transformaba en un ente vivo que respiraba conmigo.

Finalmente, el sonido cesó. Los gritos se apagaron. Solo quedaba el silencio absoluto, roto únicamente por mi respiración y el eco lejano de lo que había ocurrido. Las pilas de mi linterna se agotaron, y la luz desapareció. El hambre y la sed me acompañaban, pero no importaban. La oscuridad me envolvía, un abrazo que era a la vez protector y mortal.

Mi ropa estaba rota desde hacía tiempo, pero no sentía frío. El tiempo parecía haber desaparecido. La percepción se diluía, cada segundo se extendía hasta volverse infinitamente largo. La noche bajo mis túneles no tenía fin, y yo tampoco lo tenía. Solo existía la certeza de que los rostros, aunque ausentes, seguían observándome desde algún rincón, esperando.

Aquí, en este mundo bajo la cama, la infancia no era un recuerdo, sino un territorio conquistado por la imaginación y el terror. Cada túnel construido, cada manta desplegada, cada sombra reconocida o inventada, era un acto de supervivencia. Y en la penumbra, comprendí algo que ningún niño debería aprender: la seguridad es una ilusión, y los monstruos que creemos derrotar nunca nos abandonan del todo.

No sé cuánto tiempo he estado aquí. Podría ser una noche, un siglo o una eternidad. La oscuridad ha borrado la noción de horas y días. Solo sé que, bajo estas mantas, en mi fortaleza de telas y miedo, continúo escuchando, sintiendo, esperando. Porque ellos nunca se van.

Recopilación
El PELADO Investiga
# EXPEDIENTE 110

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