
Nadie sabe en qué momento exacto el ruego se volvió juego. Nadie recuerda que antes de los dulces hubo pan. Que antes de las risas hubo hambre y plegarias murmuradas frente a puertas cerradas.
La tradición moderna del “Truco o Trato” parece inofensiva: niños disfrazados recorren las calles, golpean puertas y reclaman su botín de azúcar. Pero lo que hoy es inocencia tiene raíces en un pasado en que la muerte caminaba más cerca de la gente, y cada puerta podía ser una frontera entre la caridad y la maldición.
En las aldeas del norte, mucho antes de que Halloween existiera como palabra, la víspera del “Día de Todos los Santos” era un tiempo de ofrendas. Los vivos se acordaban de los muertos dejando comida en los caminos y a las puertas de las casas, con la esperanza de apaciguar a las almas que vagaban sin descanso. A veces, los más pobres, cubiertos con harapos o máscaras improvisadas, recorrían las calles pidiendo esas ofrendas en nombre de los difuntos. Prometían rezar por las almas del hogar que los alimentara.
A esa costumbre se la conocía como “alma” y era tan común que nadie veía en ella nada extraño. Pero debajo de su manto religioso persistía la vieja idea pagana: el intercambio con el más allá. Un alimento dado no era solo caridad; era protección. Negarse podía atraer el infortunio, o algo peor.
Con el paso de los siglos, se transformó. El rezo se fue diluyendo, las oraciones fueron sustituidas por canciones, las máscaras se volvieron más elaboradas, los niños reemplazaron a los mendigos. Así nació el “disfrazarse”, la costumbre escocesa e irlandesa de recorrer casas, interpretando pequeñas bromas o versos a cambio de frutas, monedas o dulces. Ya no se pedía por las almas ajenas: se jugaba con la idea de lo que podía pasar si no se ofrecía algo a cambio.
De ese leve giro de tono —del ruego al desafío— nacería la frase moderna: “Truco o Trato”, la elección entre el daño o la dádiva.
Pero si uno escucha con atención esa frase, aún vibra en ella el eco del miedo antiguo. El truco, la travesura, es el disfraz del castigo; el trato, es la ofrenda que garantiza la paz. En esa dualidad se conserva intacto el pacto primitivo: o das algo a los espíritus que llaman a tu puerta, o ellos te harán daño. Lo que hoy parece un juego infantil conserva, disfrazado de comedia, el mecanismo ancestral de protección frente al más allá.
La modernidad, como suele hacer, lo vació de contenido y lo llenó de azúcar. A mediados del siglo XX, la frase “Truco o Trato” se popularizó en los suburbios estadounidenses. La Segunda Guerra Mundial había terminado, el país celebraba la abundancia, las calles eran seguras y los niños podían vagar bajo las luces de las farolas sin miedo. Pero la sombra de la muerte no desaparece con las buenas intenciones: solo cambia de rostro.
Las casas se iluminaron con calabazas sonrientes, los supermercados se llenaron de caramelos, los disfraces se multiplicaron. Nadie hablaba ya de las almas, ni de los muertos, ni del miedo al invierno. Solo quedaba el ritual hueco del consumo, repetido cada año como un mantra inconsciente. La ofrenda seguía existiendo, pero ahora se compraba empaquetada.
Aun así, algo se cuela entre las grietas del tiempo. Los niños que recorren las calles no lo saben, pero están representando una liturgia ancestral: golpean las puertas tres veces, esperan, exigen algo, y cuando lo reciben, se marchan. Esa estructura exacta —invocación, ofrenda, partida— es el mismo patrón de innumerables ritos de apaciguamiento de espíritus en culturas de todo el mundo.
Y si uno observa sus rostros cubiertos por máscaras, puede imaginar el reflejo remoto de los mendigos medievales que pedían pan por las almas del purgatorio. Los disfraces de monstruos, brujas o muertos no son solo decoración: son herencias deformadas de aquel miedo original a ser reconocido por lo que no pertenece a este mundo.
La simbología es clara. El truco representa el caos, el recordatorio de que lo desconocido puede irrumpir en cualquier momento. El trato simboliza el orden, el intento humano de controlar las fuerzas invisibles mediante un intercambio. El disfraz es la fusión de ambos: una negociación entre identidad y anonimato. Todo Halloween se reduce a esa tensión primitiva entre lo que damos y lo que tememos recibir.
Pero hay un punto aún más oscuro. En su raíz, “Truco o Trato” encierra una pregunta metafísica: ¿cuánto estás dispuesto a ofrecer por tu tranquilidad? No solo un dulce, no solo una moneda. En la antigüedad, el precio podía ser una oración, una parte de la cosecha, incluso la renuncia a tus propias certezas.
Hoy el precio es la costumbre. La repetición sin memoria. La pérdida del sentido. Hemos cambiado el rezo por el envoltorio brillante, el miedo por la diversión, el silencio del alma por el ruido del azúcar que se quiebra entre los dientes.
Sin embargo, el ritual sigue cumpliendo su función. Cada puerta abierta en Halloween es una pequeña rendija entre mundos. Detrás de cada sonrisa pintada puede estar la misma pregunta que resonaba hace siglos: “¿Darás algo para mantener alejadas las sombras?”
Los adultos sonríen, los niños ríen, las calles resplandecen, pero bajo la superficie la estructura simbólica del Samhain sigue viva: el miedo a no ser reconocido por los muertos, la necesidad de ofrecer, de protegerse, de repetir el pacto. “Truco o Trato”. Da o paga. Sonríe o muere. La vida moderna lo ignora, pero el ritual nunca se fue. Solo cambió de máscara.
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El PELADO Investiga
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