ESCUCHA EL #EXPEDIENTE Nº 115 | 31.10.2025

HALLOWEEN, LA MENTIRA QUE APRENDIÓ A ASUSTAR


Cada año, cuando cae octubre y el aire se enfría, las calles se llenan de niños disfrazados, luces titilantes y risas. Pero debajo de esa alegría artificial, hay un rumor más antiguo. Una vibración que recuerda que Halloween, pese a su envoltorio festivo, sigue siendo una noche de umbrales. No solo entre vivos y muertos, sino entre realidad y ficción. En esa grieta nació el miedo moderno: las leyendas urbanas.

En algún punto del siglo XX, la tradición ancestral de los espíritus fue reemplazada por otra clase de fantasmas: los rumores. Historias que se propagan sin rostro, como ecos de una psicosis colectiva. Y aunque las llamamos “leyendas urbanas”, lo que en verdad son es un espejo de lo que más tememos de nosotros mismos.

Todo comenzó en los años 60, cuando Halloween ya se había convertido en una fiesta infantil en Estados Unidos. La televisión mostraba a pequeños monstruos golpeando puertas en busca de dulces. Pero detrás de la inocencia del “Truco o Trato”, empezaron a circular susurros: dulces envenenados, agujas escondidas en las manzanas, caramelos contaminados con drogas. Ninguna de esas historias tenía pruebas reales. Pero el miedo se multiplicó como un virus.

En 1974, la tragedia real de un niño en Texas que murió tras ingerir cianuro en un dulce reavivó el pánico. Sin embargo, la investigación reveló que no fue obra de un extraño, sino de su propio padre, que intentaba cobrar un seguro de vida. Pero el daño estaba hecho: la historia se convirtió en mito. Los medios repitieron el relato con devoción morbosa. Desde entonces, Halloween dejó de ser solo una fiesta: se volvió un campo de sospecha.

Cada leyenda urbana que nació desde ese punto tiene un patrón. Siempre ocurre en una noche común, con personas comunes. Porque lo que realmente nos asusta no es el monstruo sobrenatural, sino el vecino que sonríe demasiado. El miedo dejó de mirar hacia el bosque y empezó a habitar las calles iluminadas.

En los años 80, el rumor mutó. Se hablaba de ritos satánicos, sacrificios de animales y secuestros ligados a Halloween. Se decía que las iglesias negras usaban la noche del 31 de octubre para sus misas ocultas. La televisión amplificó el pánico, mezclando hechos aislados con fantasías delirantes. El “pánico satánico” como se conoció, fue una histeria colectiva que arrasó Estados Unidos y se expandió a América Latina. Cientos de inocentes fueron acusados de crímenes inexistentes. Escuelas, programas de radio y noticieros alimentaron la paranoia.

Pero si uno mira más de cerca, detrás de cada historia hay un mismo latido: la necesidad humana de crear sentido frente al caos. El Halloween moderno, despojado de su carga espiritual, se convirtió en un contenedor vacío. Y el miedo, como el fuego, busca siempre llenarlo. Así nacieron nuevos mitos: la mujer del auto con el asesino escondido atrás, el payaso que acecha en los parques, la cinta maldita que mata a quien la ve. Todos ecos de una misma angustia: la certeza de que lo cotidiano puede volverse pesadilla en cualquier momento.

En los años 2000, con internet, el miedo encontró un nuevo refugio. Las leyendas urbanas se digitalizaron. El anonimato dio forma a criaturas como “Slenderman”, nacido de un foro en línea, pero transformado en espectro real en la mente de millones. Niños cometieron crímenes en su nombre, convencidos de que el ente los observaba. Halloween se transformó otra vez: ya no era la noche de los muertos, sino la de los algoritmos que nos susurran terror en la pantalla.

El fenómeno tiene una raíz psicológica profunda. Halloween es un espacio donde el miedo se permite existir. Pero en sociedades que viven desconectadas de lo espiritual, ese miedo necesita un nuevo cuerpo. Y lo encuentra en las leyendas. Son rituales modernos, sin templos ni sacerdotes. Historias compartidas que canalizan la ansiedad de una época. La aguja en el dulce, el extraño que toca la puerta, el mensaje en la red. Cada una es una advertencia moral disfrazada de relato de horror.

Aún hoy, cuando los padres revisan los dulces de sus hijos antes de dejarlos comerlos, repiten sin saberlo un gesto ritual. No temen al azúcar, temen a lo invisible. A esa sombra que podría estar agazapada detrás de la amabilidad. Halloween, entonces, cumple su antigua función: recordarnos que la frontera entre seguridad y peligro es tan delgada como la cáscara de una calabaza.

En la era digital, el miedo ya no necesita hogueras. Basta una historia compartida miles de veces. El rumor se convierte en entidad, el pánico en fe. Y mientras las pantallas iluminan los rostros de los que leen en la noche, algo más observa desde el reflejo. Porque el verdadero monstruo de Halloween moderno no lleva máscara. Somos nosotros, los que seguimos buscando en la oscuridad una explicación a lo que no queremos comprender.

Recopilación
El PELADO Investiga
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