
Durante los siglos XVIII y XIX aparecieron decenas de casos en Europa oriental y central que juraban haber visto cadáveres con características vampíricas. Se hablaba de cuerpos desenterrados que mostraban sangre líquida, miembros flexibles, signos de movimiento, y tumores o marcas extrañas. Investigaciones modernas sugieren explicaciones médicas para esos fenómenos, pero en su momento sembraron terror y creencia colectiva.
En 1751 un monje benedictino publicó un “Tratado sobre vampiros” que compilaba testimonios oficiales: sacerdotes, cirujanos, magistrados. Definía vampiros como muertos que abandonan sus tumbas para atacar a los vivos, chupándoles la sangre, provocando ruidos inquietantes en puertas y ventanas, apareciéndose en sueños, y provocando muertes misteriosas. Las formas de contrarrestarlos incluían acciones extremas: desenterrarlos, atravesarles el corazón, quemarlos o decapitarlos.
Uno de los principales indicios que alimentaba las leyendas era la “incorruptibilidad” del cuerpo. Al desenterrar un cadáver, los testigos aseguraban que el cuerpo estaba entero, sin putrefacción visible, con piel relativamente firme, sangre aparentemente no coagulada. Hoy se entiende que mecanismos naturales pueden producir esos efectos: momificación en ambientes secos y cálidos, saponificación en climas fríos y húmedos, que preservan los cuerpos de modos angustiosos.
Otro rasgo atribuido a vampiros eran las manchas de sangre en la boca, nariz u orejas, o ataúdes llenos de líquido rojo. En los relatos se decía que muchos cadáveres se “ahogaban” en su propio ataúd tras beber demasiada sangre, lo que parecía un exceso grotesco. Los médicos actuales opinan que la sangre fluida puede deberse a retrasos en la coagulación natural, traumas post mortem, o hemorragias al manipular el cuerpo tras la muerte, no necesariamente al vampirismo.
También hubo casos que reportaban uñas, cabellos aparentemente crecidos tras la muerte. Esas percepciones eran producto del encogimiento de la piel, retracción corporal, fenómenos ópticos o la exposición a aire seco. Lo que parecía ser crecimiento era en realidad tensión en la piel que retraía tejidos, mostrando lo que ya estaba presente, no algo nuevo.
Autoridades populares tomaban medidas como exhumaciones vigiladas, uso de estacas en el corazón, quemar cuerpos sospechosos, para “probar” si era vampiro. Uno de los relatos describe que al clavar una estaca el cadáver dio un grito terrible. Investigadores modernos explican ese sonido como aire atrapado que sale violentamente al atravesar los pulmones o la garganta por la estaca, no un alarido sobrenatural.
La creencia en vampiros se alimentó también de nombres locales, mitos populares, creencias religiosas que mezclaban temor, superstición y desconocimiento médico. En zonas sin registros científicos adecuados, cada cadáver compromete la lógica de su comunidad: la muerte oscura, fría, silenciosa, se vuelve amenaza viva.
Hoy los antropólogos y los patólogos coinciden en que muchos de esos casos tienen explicaciones pertinentes: condiciones climáticas, tratamiento de cuerpos, falta de higiene, desconocimiento sobre procesos naturales de descomposición, simbología religiosa. Pero la carga emocional del miedo, la superstición, la necesidad de encontrar explicación ante lo inexplicable jugaron un papel central.
Las revistas, los periódicos de la época difundían historias con detalle morboso, construían un mercado del horror que avivaba el terror social. El rumor crecía con la falta de información, los relatos orales permeaban comunidades rurales, viajeros, testigos que exageraban por miedo. El rumor y la imprenta alimentaron la creencia.
Lo que se creyó sobrenatural fue en buena parte natural, fuera del alcance de la comprensión de la época, pero muy real en el impacto psicológico. El mito del vampiro surge en el cruce de muerte, enfermedad, miedo y necesidad de creer en algo que trascienda la finitud humana.
Recopilación
El PELADO Investiga
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