
Nunca imaginé que todo comenzaría con un libro. Lo encontré por accidente, entre estantes polvorientos de una librería que parecía existir fuera del tiempo. Su cubierta era de cuero oscuro, con grabados que parecían moverse cuando no miraba directamente. Me llamaba su presencia, pero no estaba solo. Fernanda estaba conmigo, con esa curiosidad que siempre la hacía adentrarse donde yo me detenía. Al abrirlo, una brisa helada recorrió la habitación, y las letras parecieron danzar en la página, formando palabras que no entendíamos, y a la vez, comprendíamos.
Al principio creímos que era un juego de la imaginación. Cada noche, al leerlo, las habitaciones de nuestra casa cambiaban sutilmente. Una puerta aparecía donde antes había pared, un espejo reflejaba lugares que no existían. Fernanda decía que sentía que alguien nos observaba, aunque nunca había nadie allí. Yo sentía lo mismo, pero más fuerte: una presencia que nos llamaba por nuestros nombres, que se infiltraba en nuestras sombras y en nuestros pensamientos.
La transformación fue gradual. Al principio eran solo susurros: palabras entrecortadas que escapaban de los rincones oscuros. Luego los sueños. Soñábamos con un bosque donde los árboles tenían ojos y bocas, donde los senderos desaparecían si los mirabas demasiado tiempo. Fernanda decía que podía escuchar voces que hablaban en lenguas muertas, que le ofrecían secretos y promesas de poder. Yo, por mi parte, veía figuras que se deshacían en humo apenas intentaba acercarme. Pero había algo en ellas que me reconocía, algo que me pertenecía y que me reclamaba.
Una noche, la realidad se quebró del todo. La cocina, que siempre olía a café y pan tostado, se transformó en un salón gigantesco de piedra húmeda, con velas negras que flotaban en el aire. Fernanda y yo nos miramos, sin palabras. Yo podía sentir su miedo, y a la vez, una fascinación peligrosa que la hacía avanzar hacia la luz de las velas, aunque yo sentía que nos atraían hacia un precipicio invisible. Fue entonces cuando entendí que el libro no solo era un libro: era un portal, una puerta que nos arrastraba hacia algo antiguo, que existía más allá de los límites de nuestra percepción.
Lo que siguió fue un descenso lento, casi imperceptible, hacia un vórtice que mezclaba nuestros recuerdos con pesadillas ajenas. Caminábamos por calles que recordábamos de niños, pero que se torcían, se alargaban y se inclinaban como si la ciudad estuviera viva, respirando. Fernanda murmuraba nombres que yo no conocía, y cada vez que lo hacía, las sombras parecían inclinarse hacia nosotros. Una voz masculina, grave y distante, nos prometía conocimiento, poder y amor eterno, si solo nos entregábamos a lo que no podíamos nombrar.
Intentamos resistir. Cerrábamos el libro, intentábamos ignorar los cambios, pero el mundo seguía transformándose. Las paredes de nuestra casa susurraban secretos que nos hacían dudar de nuestra cordura. La comida tenía sabor a ceniza, el agua sabía a tierra húmeda. Cada sonido, cada reflejo, parecía contener un mensaje oculto. Yo veía a Fernanda sonreír con ojos que no eran los suyos, y ella me decía que yo no estaba allí, que yo era otra persona, otra versión de mí mismo atrapada entre páginas que no querían ser leídas, sino vividas.
En medio de ese delirio, comprendimos que no había retorno. Lo esotérico y lo oculto se habían infiltrado en nuestra realidad. No era un sueño ni una alucinación: era un mundo paralelo que crecía dentro del nuestro, un tejido de magia, locura y eternidad que nos devoraba lentamente. Cada intento de escapar nos arrastraba más profundo. Nos vimos a nosotros mismos en espejos que no reflejaban nuestra forma, en fragmentos de tiempo que se repetían sin fin. Los muros de la casa se convertían en libros gigantes, cuyas páginas susurraban nuestro destino y el de otros que habían caído antes que nosotros.
A veces sentía que la muerte misma estaba cerca, pero incluso ella parecía atrapada en ese vórtice. No había noche ni día, solo ciclos de luz y sombra que alternaban con un ritmo imposible. Fernanda y yo éramos actores de una obra escrita antes de nuestra existencia, y nosotros éramos al mismo tiempo lectores y personajes. Todo lo que conocíamos se volvía incierto, y lo que parecía imposible, inevitable.
Ahora entiendo que no hay final. Que la realidad y lo irreal se funden y se confunden. Que lo mágico y lo oscuro no son escapes ni advertencias, sino leyes que rigen dimensiones que no comprendemos. Fernanda me toma de la mano y me dice que lo siente también: el vértigo de ser atrapados, de ser devorados por un mundo que late y respira con voluntad propia. Y mientras nos arrastra, siento una mezcla de terror y éxtasis: saber que somos parte de algo antiguo, inmenso, y que nuestra locura no es derrota, sino la puerta hacia un conocimiento que desafía todo lo que creemos saber.
Cada vez que cierro los ojos, el libro sigue abierto. Cada vez que respiro, siento que nos llama. No hay retorno, ni salida, solo el flujo interminable de un mundo que es al mismo tiempo nuestro y no nuestro. Y, sin embargo, no puedo apartarme. Porque he aprendido la lección más antigua y terrible: cuanto más intentamos escapar de lo que no comprendemos, más nos fundimos con ello, y más profundo es el abismo que nos devora.
Recopilación
El PELADO Investiga
# EXPEDIENTE 118