
Hay quienes sienten que el tiempo ya no es suficiente. Que los días se escurren entre los dedos como agua caliente, que los fines de semana se consumen antes de empezar y que las vacaciones duran lo que un suspiro. No es una percepción aislada: en los últimos años, esa sensación se ha vuelto casi universal, y algunos investigadores sostienen que podría tener una causa profunda, física y perturbadora. El tiempo, aseguran, no es estable. El tiempo se está acelerando.
No se trata de profecías, de calendarios mayas ni de predicciones apocalípticas. La hipótesis más inquietante surge de observaciones aceptadas por la ciencia. Y plantea algo aterrador: si las 24 horas que creemos vivir hoy fueran, en realidad, el equivalente a unas 16 horas de hace unas décadas, nadie podría notarlo. Estaríamos atrapados en un sistema que cambia mientras intentamos medirlo, confiando en relojes que marcan un tiempo que ya no existe de la manera que creemos.
El primer indicio proviene de la resonancia de Schumann, ese pulso electromagnético natural de la Tierra, que durante siglos vibró a un ritmo constante de 7,8 hercios. Desde los años ochenta, ese ritmo comenzó a elevarse de manera irregular, llegando en registros recientes hasta cerca de 12 hercios. Para quienes apoyan esta teoría, la comparación es directa: si antes nuestro “ritmo biológico” estaba sincronizado con 7,8 ciclos por segundo y hoy bordea los 12, el día que percibimos como 24 horas podría sentirse como un tercio menos. Serían dieciséis horas comprimidas, y esa sensación global de prisa no sería solo cultural: sería física, tangible y aterradora.
El segundo indicio surge del cosmos. Las distancias entre galaxias se expanden cada vez más, mientras la velocidad de la luz permanece constante. La paradoja es inquietante: si el espacio se estira sin cesar, ¿qué ocurre con el tiempo? ¿Se contrae? ¿Se acelera? ¿Estamos midiendo un universo en expansión desde un instrumento —nuestra percepción temporal— que podría estar acelerándose junto con él? El problema es circular. No podemos tomar distancia del tiempo para medirlo; si el día se redujera gradualmente hasta valer 16 horas, o 12, o incluso una sola, no habría manera directa de detectarlo. Todos nuestros relojes, todos nuestros cronómetros, están atrapados en la misma ilusión.
Aun así, seguimos viviendo con la ilusión de orden. Segundo tras segundo, minuto tras minuto, todo parece marchar con la precisión que dicta el reloj. Esa aparente normalidad es la muralla más firme contra cualquier intento de cuestionar la naturaleza del tiempo. Pero los defensores de la hipótesis sostienen que el reloj solo mide intervalos internos, no la cualidad de esos intervalos. Cada hora sigue teniendo 60 minutos, cada minuto 60 segundos, pero la velocidad a la que esa hora se experimenta podría ser mucho más rápida que antes.
Existen objeciones. Para que el tiempo cambie de velocidad, tendría que variar también la velocidad de la luz, y no hay evidencia concluyente de que eso haya ocurrido jamás. Además, la rotación de la Tierra cambia muy lentamente, apenas 17 microsegundos por año debido a la fricción de las mareas. Retrocediendo millones de años, los días eran más cortos, cierto, pero nada comparable con un colapso a 16 horas. La experiencia cotidiana también respalda el modelo tradicional: el sol sigue saliendo y poniéndose a horas que percibimos como normales.
Entonces, ¿se acelera el tiempo o no? La ciencia estricta dice que no. La percepción humana insiste en que sí. Tal vez, al final, lo que se acelera no es el tiempo físico, sino nuestra relación con él. Una vida saturada de estímulos, obligaciones y pantallas altera la forma en que sentimos los intervalos. Lo que antes parecía una pausa ahora es velocidad, lo que antes era vacío ahora es urgencia. En esta aceleración subjetiva, todo el mundo parece comprimirse, y el tiempo deja de ser una medida confiable para transformarse en una fuerza que nos empuja hacia adelante sin respiro.
Sea cual sea la explicación, la certeza final no es desesperante: el tiempo es flexible, pero también es nuestro. A veces basta una hora, solo una, para sentir la eternidad completa. Y mientras el mundo gira cada vez más rápido, mientras la resonancia de la Tierra se acelera y las galaxias se alejan, lo que sentimos y lo que vivimos sigue siendo un territorio que podemos habitar, un espacio en el que incluso la prisa puede convertirse en contemplación.
Recopilación
El PELADO Investiga
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