La literatura gótica, como expresión de su época, refleja las ideas y valores predominantes, incluyendo las visiones sobre lo femenino. A pesar de que pueda parecer conservadora o limitada desde una perspectiva contemporánea, este género no es inherentemente machista. Más bien, nos ofrece un retrato de las tensiones y contradicciones sociales del siglo XVIII y XIX, cuando se desarrolló. En este contexto, las mujeres en la narrativa gótica suelen representarse dentro de dos grandes arquetipos: la figura de la Virgen y la de la Bruja.
El arquetipo de la Virgen se asocia con la pureza y la virtud. Estas protagonistas son doncellas en apuros, similares a las de los cuentos clásicos. Su inocencia, lejos de protegerlas, parece atraer peligros y tentaciones, generalmente encarnadas por algún villano. Aunque su "rebeldía" —vista como algo mínimo desde nuestro punto de vista— la aleja del camino seguro, estas historias suelen guiarlas hacia la redención final.
Por otro lado, el arquetipo de la Bruja representa a mujeres que desafían las normas sociales de la época, mostrando una actitud activa y abiertamente seductora. Este comportamiento era interpretado como señal de una conexión con lo oscuro o sobrenatural, reflejando las ideas profundamente arraigadas en el inconsciente colectivo. Así, mientras que la Virgen simboliza la perfección femenina según los valores tradicionales, la Bruja encarna su antítesis, cuestionando esos mismos ideales.
La sexualidad en el género gótico opera dentro de un marco héteronormativo, dominado por una perspectiva masculina. Los dos arquetipos femeninos —la Virgen y la Bruja— derivan de mitos ancestrales y siguen siendo fundamentales en muchas narrativas. La Virgen se define por su castidad y su propósito reproductivo, características consideradas esenciales para cumplir el rol ideal de la época. Por el contrario, la Bruja representa una desviación de ese modelo, desafiando las expectativas sociales y mostrando su autonomía de formas que eran vistas como peligrosas.
Además de explorar la feminidad, la literatura gótica también hace una crítica de la masculinidad. En las primeras novelas del género, los personajes masculinos suelen ejercer su poder de forma violenta y opresiva. Por ejemplo, en “El castillo de Otranto” de Horace Walpole, Manfred utiliza su autoridad no solo para asegurar un heredero, sino como un instrumento de control y terror. Este personaje persigue a Isabella implacablemente, revelando un patrón de comportamiento donde utiliza la fuerza física para dominar y someter.
En “El italiano” de Ann Radcliffe, el abuso de poder es igualmente evidente. Schedoni logra forzar a Olivia a un matrimonio no deseado después de violentarla. Aunque la autora evita una descripción explícita, queda claro que este acto destruye la honra de Olivia, obligándola a aceptar una unión con su agresor. En su intento de escapar de esta opresión, Olivia simula su muerte y se refugia en un convento, intercambiando un tipo de prisión por otro.
De manera similar, el cuerpo femenino en el gótico es representado como una herramienta de poder, aunque más sutil. Las mujeres que utilizan su sexualidad como arma terminan siendo vistas como responsables del mal que provocan. En “El monje” de Matthew Lewis, Matilda ejemplifica este aspecto. A pesar de contar con habilidades sobrenaturales, como invocar demonios o manipular espejos mágicos, lo más efectivo para influir en Ambrosio es su cuerpo, un elemento que define su papel como Bruja.
Los personajes de Olivia y Matilda ilustran los dos extremos de la feminidad en el gótico. Mientras que la Virgen representa la virtud, la Bruja encarna el desvío de ese ideal. Aunque esta visión pueda parecer rígida y limitada, responde a las inquietudes sociales de la época. Las heroínas vírgenes suelen tener relaciones casi platónicas con los héroes hasta el matrimonio, y una vez casadas, sus afectos se canalizan hacia la maternidad, reafirmando su propósito dentro del marco reproductivo.
Por otro lado, la Bruja enfrenta un destino oscuro y solitario, representando el rechazo social hacia las mujeres que desafiaban las normas establecidas. Estas figuras a menudo se ven como un reflejo de la caída de una Virgen o como una representación de la naturaleza femenina sin las restricciones impuestas por la sociedad.
En última instancia, estas historias sugieren una inquietante dualidad: la Virgen, símbolo de pureza y obediencia, es el producto de una sociedad que doméstica y condiciona el comportamiento femenino; mientras que la Bruja, con su desafío a las reglas, representa el lado salvaje y temido de la feminidad. Ambas están encerradas en diferentes formas de prisión: el matrimonio para las castas y el aislamiento para las impuras. Así, la literatura gótica no solo refleja los valores de su tiempo, sino también las tensiones y contradicciones que aún resuenan en nuestra cultura.
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