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Imaginemos por un momento un estadio. Un estadio majestuoso, vinculado históricamente con sectores privilegiados de la sociedad. Ahora imaginemos ese mismo espacio tomado, invadido, resistido por un grupo de sobrevivientes, obreros, vecinos, gente común enfrentando algo incomprensible. La escena remite, inevitablemente, a otra imagen. Aquel 17 de octubre, cuando miles de personas cruzaron el Riachuelo desde el sur del conurbano hacia el corazón del poder político. Obreros, mujeres, jóvenes, caminando, remando, trepando. Llegaban de todas partes y no iban a detenerse. Querían una respuesta. Querían a su líder de vuelta.
Esa marea humana que entró a la Plaza de Mayo, que se refrescó en las fuentes, fue vista con desprecio por algunos sectores de la ciudad. “La chusma”, decían. Pero fue esa misma multitud la que cambió la historia. Nació un nuevo orden. El peronismo, que ya no era solo una política de Estado, sino una identidad.
En “El Eternauta”, esa misma tensión se repite. Los sobrevivientes, liderados por figuras como Salvo y Favalli, no son héroes con poderes ni soldados entrenados. Son tipos comunes, como vos, y como yo. Gente que fabrica, que enseña, que vive con lo justo. Y, sin embargo, son ellos los que organizan la resistencia. Son ellos los que se meten al estadio, lo ocupan, lo convierten en trinchera.
La batalla dentro y fuera del estadio no es sólo contra los invasores. Es también una pelea por el derecho a existir, a organizarse, a pensar. Hay algo profundamente político en cómo estos personajes enfrentan lo imposible. Lo hacen en grupo, lo hacen con estrategia, lo hacen con solidaridad. Como en toda gesta popular, hay diferencias internas, hay dudas, hay desesperanza. Pero también hay decisión.
Favalli funciona como una conciencia lúcida, incómoda. Mientras el resto celebra pequeñas victorias, él recuerda que los verdaderos enemigos aún no se mostraron. Que los cascarudos, esas criaturas que atacan sin piedad, no son más que el brazo armado de una fuerza aún más peligrosa. El pensamiento de Favalli no tranquiliza, pero advierte. Nos dice que la historia no siempre está del lado de los justos. Que la esperanza sin estrategia puede ser suicida.
En este punto, aparece otro nivel de lectura. Favalli compara la situación con la de los pueblos originarios de América frente a la llegada de los conquistadores. Las primeras resistencias, los triunfos iniciales, fueron rápidamente sofocados por un enemigo con más recursos, más tecnología, más crueldad. En esa analogía, los cascarudos son apenas una avanzada. Lo verdaderamente letal aún no llegó.
El mensaje es claro. Las batallas que se ganan hoy pueden volverse insignificante mañana si no se entiende el verdadero rostro del poder. Si no se identifica a quién maneja los hilos desde las sombras. En “El Eternauta”, eso no es solo ciencia ficción. Es política. Es historia. Es la advertencia que recorre cada página: la libertad se conquista, pero también se pierde.
En el relato, Mosca duda sobre seguir registrando los hechos. ¿Para qué escribir, si el final puede ser la muerte? Y, sin embargo, sigue. Porque registrar también es resistir. Porque contar lo que pasa, incluso en medio del caos, es una forma de asegurarse que alguien, algún día, entienda lo que realmente ocurrió.
La presencia del tornero como héroe silencioso, como figura de acción, contrasta con el perfil más analítico del profesor. Son dos caras de una misma moneda. Uno piensa, el otro actúa. Y ambos entienden que su rol es necesario. La resistencia no se construye solo con fuerza ni solo con ideas. Se construye con ambas. Y se construye juntos.
El asedio continúa. Las máquinas destructoras vuelan sobre las tribunas. El enemigo se hace presente con formas nuevas. Y cada victoria parece una tregua breve antes del próximo golpe. Aun así, nadie se rinde. Nadie da un paso atrás. En esa tensión constante entre el miedo y el coraje, la historia avanza.
En el próximo expediente, vamos a adentrarnos en uno de los momentos más inquietantes del relato: cuando Salvo y Franco caen en manos de los verdaderos titiriteros de esta invasión.
Los Manos. Una casta superior que domina a los cascarudos y pone en evidencia que, incluso más allá del planeta, las estructuras de explotación y colonización siguen existiendo. Porque los cascarudos no son los dueños del poder, son apenas peones en un juego trazado por otros.
Un juego en el que, esta vez, nuestros protagonistas no serán soldados… sino herramientas para fines más oscuros. Tan parecido a las guerras humanas, que más que ficción, parece una denuncia disfrazada de aventura.
Recopilación
El PELADO Investiga
# EXPEDIENTE 95