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Seguimos explorando el surgimiento del héroe colectivo en “El Eternauta”, poniendo un especial foco en cómo el poder se ejerce con disciplina silenciosa y corrosiva. No se trata de una opresión directa ni constante, sino de una vigilancia tan sutil y omnipresente que hace innecesaria la represión física. Bajo este régimen, cualquier atisbo de independencia mental se combate con un temor interno que paraliza. Es el tipo de control que Michel Foucault describe como disciplina: un sistema de coerción continua que modela el comportamiento desde lo más íntimo, regido por una codificación que regula cada gesto, cada instante y cada espacio.
Este poder disciplinario no se centra ya en explotar bienes materiales, sino en extraer cuerpos, tiempo y trabajo de forma continua. Se sostiene sobre una red densa de vigilancia, una cuadricula invisible de restricciones que organiza la vida de las personas mucho más eficazmente que la presencia de un soberano. Así, cuerpo y conducta quedan subordinados a las necesidades del sistema: los individuos son formados para ser dóciles, útiles, eficaces.
Ese control difuso recae sobre los cuerpos de quienes resisten —en el cómic, los protagonistas—, pero también sobre aquellos que los someten, los “Ellos”. Son redes de poder granular, que disciplinan cuerpos a través de conocimientos y prácticas de vigilancia, operando no como una máquina centralizada sino como múltiples dispositivos de gobierno. En este entramado, el poder se identifica en los cuerpos, los gestos, los discursos y los deseos, constituyendo sujetos que se identifican como individuos, pero también como piezas útiles dentro de la arquitectura general de poder.
En medio de esta metáfora del poder disciplinario aparece un estallido: la invasión irrumpe, la casa deja de ser refugio y los protagonistas –Juan Salvo, Franco y sus compañeros– se lanzan de nuevo a la calle, a la arena de batalla. Al salir del encierro, el mundo se muestra fracturado: edificios en ruinas, avenidas que se vuelven trampas mortales, el peligro acechante de las bestias invasoras. El enemigo aparenta haber retrocedido, pero Franco sospecha que todo forma parte de un plan tramposo. El avance continúa, cada paso entre escombros se convierte en acto de fe y desafío.
Fue en ese avance que ocurre el primer gesto de valentía: Salvo, lejos de huir, decide rescatar a su amigo Favalli entre las llamas y los escombros. Un acto heroico individual, que adquiere un sentido hermandad cuando Franco dispara a través de la “nube” de destrucción, haciéndola retroceder y liberando a los suyos. No se salva solo una persona, sino la cohesión de ese nuevo grupo, que emerge como un sujeto colectivo surgido del caos y del miedo.
Con las filas diezmadas, el liderazgo se tambalea. El mayor Amaya renuncia, y aunque Favalli asume el mando, la estructura jerárquica se resiente: todos son civiles, improvisados para la guerra. Sin oficiales, sin disciplina militar concreta, su alianza se fundamenta en la experiencia compartida de supervivencia. Y aun así, el temor, la fatiga y el sentimiento de derrota se apoderan de ellos: cientos al principio, apenas una veintena en pie en Plaza Italia. El invasor, los “Ellos”, logran inducir una derrota psicológica incluso antes del enfrentamiento final.
Pronto el ejército encuentra a los Gurbos: criaturas gigantes, blindadas, implacables. El miedo se agrava. Las armas convencionales son inútiles y el grupo queda rodeado. Mosca, el intelectual, sugiere que podrían ser una ilusión. Una idea infantil que se derrumba con el primer impacto real. La guerra deja de ser simbólica: se convierte en una batalla visceral, cuerpo a cuerpo, donde solo el ingenio y la solidaridad pueden salvar lo que queda de humanidad.
Cuando Franco descubre un dispositivo telemétrico en el cuello de una de estas bestias, su disparo libera la verdadera naturaleza de las criaturas: sin el control externo, se vuelven simples animales salvajes. Esa es la gran revelación: el verdadero poder no pertenece a las máquinas ni a las criaturas, sino a quienes ejercen su control mental, a los “Ellos”.
Pero esta revelación es apenas el principio de una toma de conciencia aún más profunda, donde se pondrán en juego no solo la supervivencia física, sino la identidad misma de los protagonistas. Porque cuando el enemigo logra parecer humano y el héroe duda de sus propios actos, la batalla ya no es solo contra el invasor… sino contra la deshumanización y la pérdida del sentido.
En el próximo expediente, veremos cómo el disfraz, el engaño y la manipulación ponen a prueba el vínculo entre los sobrevivientes, y cómo la única salida posible será aferrarse a la memoria, la desobediencia y la capacidad de imaginar otro final.
Recopilación
El PELADO Investiga
# EXPEDIENTE 97