
En los años 50, en una América marcada por el racismo, la Guerra Fría y el miedo al apocalipsis nuclear, un hombre llamado Jim Jones emergió como una figura carismática y ambigua. Nacido en 1931 en Creta, Indiana, Jones fue un joven obsesionado desde muy chico con la religión, la justicia social y las profecías del fin del mundo. Su vida estuvo marcada por una infancia difícil: un padre simpatizante del Ku Klux Klan, una madre rebelde para su tiempo, y una adolescencia solitaria, en la que ya predicaba sobre el castigo eterno y la redención.
Fue en 1955 cuando fundó su propia congregación: “El Templo de los Pueblos de los Discípulos de Cristo”, un movimiento religioso que, al principio, parecía revolucionario. Predicaba la igualdad racial, aceptaba a personas de todas las etnias y levantaba la bandera de una justicia social que mezclaba ideas cristianas con comunismo y colectivismo. Pero lo que parecía un proyecto utópico, escondía una oscura semilla.
Jones trasladó su iglesia a California en los años 60, donde el movimiento creció, captando miles de seguidores. Su influencia llegó a figuras importantes como la activista Angela Davis, el político Harvey Milk, e incluso la Primera Dama Rosalynn Carter, esposa del entonces presidente Jimmy Carter. Pero, al mismo tiempo, empezaban a surgir denuncias por abusos, manipulaciones y control extremo sobre sus fieles.
Para huir del escrutinio, Jones fundó en Guyana, Sudamérica, una comunidad autosuficiente llamada Jonestown. La idea original era crear una especie de paraíso socialista aislado del capitalismo y la corrupción del mundo moderno. Pero lo que se prometió como un Edén terminó siendo una trampa mortal.
La vida en Jonestown era dura: largas jornadas de trabajo bajo un calor insoportable, vigilancia armada constante, censura, castigos físicos y abusos sexuales. Aun así, más de 900 personas —muchos de ellos afroamericanos de clase trabajadora— vivían allí convencidos de que estaban construyendo un mundo mejor.
Todo comenzó a desmoronarse en noviembre de 1978, cuando el congresista estadounidense Leo Ryan viajó a Guyana para investigar las denuncias. Junto a periodistas y familiares preocupados, llegó a Jonestown. Durante su visita, varios miembros del templo le rogaron escapar con él. Ryan aceptó ayudarlos, pero antes de partir, fue emboscado en la pista de aterrizaje de Puerto Kaituma. Allí, él y varios de sus acompañantes fueron asesinados a disparos a sangre fría por los guardias del templo.
Horas más tarde, Jim Jones convocó a toda la comunidad. Con voz firme pero quebrada, dijo:
“Hemos tenido una buena vida. Acabemos con esto ya. Acabemos con esta agonía.”
Fue la orden final. Enfermeras del templo repartieron un cóctel letal de cianuro con jugo de uva, primero a los niños, luego a los adultos. Más de 900 personas murieron en lo que se convertiría en el mayor suicidio colectivo de civiles estadounidenses en la historia. Entre ellos, Jim Jones, quien se quitó la vida con un disparo de una escopeta.
Aquel 18 de noviembre de 1978, el sueño de igualdad y redención que Jones había prometido terminó en una masacre. El mundo quedó paralizado al ver las imágenes: cientos de cuerpos amontonados, muchos con los brazos entrelazados, otros abrazando a sus hijos, todos engañados por una promesa que nunca existió.
Hoy, Jonestown es un símbolo de advertencia. No solo sobre los peligros de los cultos religiosos destructivos, sino sobre la vulnerabilidad humana, la manipulación ideológica y el poder que puede tener un líder cuando la fe, la desesperación y la necesidad de pertenecer se combinan.
Ya no quedan en la actualidad, seguidores del Templo de los Pueblos de los Discípulos de Cristo. Ese movimiento murió con su fundador. Pero su historia, trágica y perturbadora, sigue siendo contada como un recordatorio: cuando un líder carismático promete el paraíso a cambio de obediencia absoluta… conviene mirar dos veces.
Recopilación
El PELADO Investiga
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