
Una serpiente gigantesca duerme bajo la tierra. Eso dicen las historias más antiguas, esas que nadie se atreve a contar en voz alta de noche. No es un animal cualquiera. No es una simple fábula para asustar a los niños. Es el “cuélebre”, una criatura que arrastra su sombra desde siglos atrás y que todavía hoy estremece a quienes escuchan su nombre.
Se dice que su piel está cubierta de escamas más duras que el hierro, y que su cuerpo se enrosca en túneles infinitos bajo las montañas y los ríos. Un silbido suyo basta para helar la sangre. Un solo batir de sus alas —cuando las despliega— oscurece el cielo. Algunos lo describen con cuernos, otros lo dibujan como una serpiente con garras, o incluso como un dragón incompleto que cambia de forma según el miedo de quien lo mire.
Nadie coincide en su aspecto. Pero todos coinciden en una cosa: el “cuélebre” siempre regresa.
Habita en cuevas húmedas, en grietas profundas donde el sol nunca entra. Desde allí acecha. Se alimenta de todo lo que encuentra, pero siente predilección por los humanos. En muchos pueblos se susurra que, para evitar su furia, había que entregarle comida o incluso jóvenes, ofrendas vivas que desaparecían entre sus fauces.
Y lo más inquietante: no solo ruge, también habla. La tradición asegura que su voz es hipnótica, capaz de seducir a quien lo escucha. Puede convencer a los animales para que se entreguen, o a las personas para que le lleven lo que desea. Palabras dulces en boca de un monstruo. Un engaño que termina siempre en tragedia.
Los relatos cuentan que casi nadie ha logrado matarlo. Pero solo hay dos formas: hundirle un arma en la garganta o engañarlo con comida envenenada. En un valle, los aldeanos lo alimentaban con panes gigantes para mantenerlo lejos del ganado. Hasta que uno de esos panes llevaba en su interior una piedra incandescente. El cuélebre lo tragó, y su grito estremeció toda la montaña antes de desplomarse. En otro lugar, intentaron el mismo truco, pero la bestia logró arrojarse al mar y apagar el fuego en sus entrañas, emergiendo aún más enfurecida.
En otro tiempo, los monjes de un convento cercano a una cueva temían tanto a la criatura que le ofrecían pan a diario para impedir que devorara los cadáveres del cementerio. Pero la avaricia de los hombres inventó otra trampa: un pan relleno de agujas. El silencio que siguió a su último aliento fue más aterrador que su rugido.
El “cuélebre”, dicen, es inmortal. Y sin embargo envejece. Llega un día en que su fuerza se marchita, y entonces abandona la tierra. Desciende al mar y desaparece en las profundidades, en un reino oculto llamado la “MAR CUAYADA”, un lugar fabuloso lleno de riquezas que jamás han vuelto a ver los hombres. Algunos marineros cuentan haber visto enormes sombras moverse bajo las aguas, cuerpos colosales que se arrastraban hacia una ciudad submarina de tesoros y monstruos.
Pero no todas sus víctimas terminan devoradas. A veces secuestra jóvenes hermosas y las encierra en sus guaridas. No las mata, sino que las transforma en “AYALGAS”, seres encantados que viven prisioneros de su hechizo. Solo una vez al año pueden liberarse: la noche de San Juan. Es allí, esa noche, cuando el “cuélebre” duerme profundamente, intentan atraer a algún humano para que las salve. Pero liberarlas no es fácil. El hechizo del monstruo es tan fuerte que muchas prefieren seguir bajo su maldición antes que arriesgarse a la furia de su amo.
Algunos creen que esta leyenda nació en tierras vecinas, donde también se habla de dragones y serpientes aladas que exigen tributo. Lo cierto es que la criatura aparece en esculturas antiguas, en capiteles de iglesias, en murales y cantos populares. Su sombra atraviesa los siglos.
El “cuélebre” no es solo un monstruo de escamas y colmillos. Es el reflejo de un miedo ancestral: el miedo a lo que habita bajo nuestros pies, en las cuevas, en los ríos profundos, en el mar sin fin. El miedo a lo desconocido que puede despertarse en cualquier momento.
Imagina caminar por el bosque en silencio, oís tu nombre susurrado en la oscuridad, una voz dulce que te invita a acercarte. Eso es lo que el cuélebre hace: no solo mata, también convence. No solo devora cuerpos, también roba voluntades.
Tal vez la criatura ya no habite las cuevas. Tal vez nunca existió en carne y hueso. Pero el eco de su leyenda sigue vivo. Y mientras alguien lo recuerde, mientras alguien lo pronuncie, el cuélebre nunca dejará de arrastrarse por los túneles invisibles del miedo humano.
Recopilación
El PELADO Investiga
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