
A veces resulta paradójico, pero existen momentos en que solo perdiendo podemos alcanzar aquello que realmente soñamos. Lo más curioso de todo es que ganar puede implicar buscar de forma consciente la derrota.
Había una cazadora que se llamaba Atalanta, que dedicó su vida a una diosa del bosque. Se decía que su puntería y firmeza eran inigualables. Lo que más la definía era su libertad: tan fuerte que podría considerarse una figura mítica del empoderamiento femenino.
Su padre, que solo deseaba herederos varones, menospreció su llegada y la abandonó en la soledad de la montaña. Afortunadamente, una osa salvaje apareció y la amamantó, acogiendo a esa niña como propio. Más tarde, unos cazadores la hallaron y la criaron como compañera suya.
Con el paso del tiempo, esa niña salvaje creció en fuerza, agilidad y belleza. Decidió entregarse por completo a su protectora divina. Se prometió a sí misma no casarse, juró mantenerse intacta y vivir apartada entre los árboles, cazando y respirando la independencia que siempre deseó.
Sus hazañas corrieron por toda la tierra: enfrentó criaturas terribles, jabalíes gigantes y bestias de dos cabezas que aterrorizaban los bosques. Sin embargo, su gesta más famosa comenzó con una primera derrota.
Exasperada por los numerosos viajeros que buscaban su mano —a quienes eliminaba sin piedad con sus flechas— dictó una prueba: aquel que la alcanzara en una carrera podría casarse con ella; si no lo lograba, estaría muerto. Nadie le fue rival: su velocidad era tal que otorgaba distancias de ventaja y aun así siempre cruzaba la meta antes.
Hasta que llegó un joven audaz, Hipómenes, decidido a conquistarla de un modo diferente. En su mente ideó una estrategia: rogó a la diosa del amor que le obsequiara tres esferas doradas. Esa diosa, enemiga de quien rechaza el amor, accedió gustosa.
El día de la carrera llegó y Atalanta, al no reconocer aquella presencia especial entre los aspirantes, se negó a darle ventaja. Avanzaban codo a codo cuando, inesperadamente, el joven dejó caer una esfera de oro. Ella se detuvo, fascinada, corrió a tomarla. Luego cayó otra, y otra más. Detenciones que parecían insignificantes la hicieron perder.
Así lo había planeado desde un principio: perder la carrera para obtener lo que buscaba. Días después, ese joven y ella sellaron su destino en un lugar sagrado, cumpliendo el acuerdo sellado por sus propias reglas.
Para entender este mito, basta con dar por sentado que esas decisiones fueron conscientes. Sería extraño imaginar a una guerrera solitaria, entrenada para enfrentar bestias, sucumbiendo de pronto ante simples sugerencias doradas. Pero la clave está en el orgullo interno: aquel que se resiste, sabe también fingir su resistencia. Quizá ella ya lo había amado antes de escuchar su nombre, quizás fue en sus ojos donde notó que ganar exigía perder.
Recopilación
El PELADO Investiga
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